ENCUENTROS
Revisitando
mis creencias, 1
Por:
Mu-Kien Adriana Sang
La
vida es una serie de colisiones con el futuro; no es una suma de lo que hemos
sido, sino de lo que anhelamos ser"
No somos
disparados a la existencia como una bala de fusil cuya trayectoria está
absolutamente determinada. Es falso decir que lo que nos determina son las
circunstancias. Al contrario, las circunstancias son el dilema ante el cual
tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter
Nuestras
convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas. Ellas
constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión..
José Ortega y
Gasset, frases.
Desde niña he tenido convicciones firmes, nacidas
de mis propias reflexiones, de las lecturas que había hecho, de los diálogos
con mis hermanos y amigos. Por estas
inquietudes intelectuales y sociales, me llamaban “la filósofa” en la escuela
primaria. El mote no me amedrentó en lo
absoluto. Proseguí hurgando, discutiendo y participando.
Influenciada quizás por las corrientes de la época,
durante mi adolescencia defendí el proyecto universal de una sociedad
igualitaria. Me sumé a los jóvenes cristianos que abogaron por la Teología de
la Liberación. Con el tiempo, y después
de las crisis del socialismo real y de las críticas que surgieron a los
partidos políticos que abogaban por el cambio, especialmente en el 1983 cuando
surgió una nueva opción política que se expresaba en el eurocomunismo, me
hicieron repensar mis ideas. Leí novelas
críticas que le daban el golpe mortal al sistema cerrado y a los partidos
autoritarios que en nombre del pueblo, lo sometían y explotaban. “El zero y el infinito” de Arthur Koestler me
impactó enormemente. Era una crítica
mordaz al sistema que sepultó las utopías, sometió al pueblo que decía defender
y creó una nueva casta dominante: los miembros del partido comunista.
El tiempo se
encargó de colocar las piezas. La Perestroika que cuestionaba el fundamento de
la antigua Unión Soviética que culminó con la ruptura de esa mega nación unida
únicamente por la magia de una ideología impuesta; y posteriormente la apertura
de la antigua China, dominada por el grupo de los 4 después de la muerte de Mao
Zedong, fueron los elementos claves para que el capitalismo mundial se
afianzara y la cultura de occidente se apoderara de esas zonas otrora
prohibidas y sobre todo enfrentadas. Ahí
nació el famoso libro de Fukuyama “El fin de la historia y el último hombre”
reivindicaba la bondad de occidente frente al fracaso del socialismo real.
En los años 90, después de la unificación de Alemania,
la apertura de la Rusia y los consecuentes surgimientos de otras naciones, se
inició la algarabía generalizada por el fortalecimiento de la democracia. Se habían derrumbado la cortina de hierro,
solo quedaban vestigios de la larga, larguísima Guerra Fría (¿por qué no le
pusieron caliente?). La democracia era
lo único que nos quedaba. Los grupos
políticos, los grupos sociales y muchos intelectuales se sumaron al nuevo
proyecto utópico: expandir, fortalecer y proponer una nueva democracia en el
mundo. Yo me sumé al grupo de hombres y
mujeres que le dijeron adiós al pensamiento ortodoxo. Decidí pensar por cabeza propia. Decidí
también no dejarme llevar nunca más por las ideas del momento. Decidí ser
crítica con todo y con todos, incluso conmigo misma.
En el caso dominicano, comenzaron los reclamos de
la sociedad, que entonces descubrimos que los reclamos de la ciudadanía se
expresaban en la voz de una vieja-nueva instancia que se propagó como pólvora
para molestia de la mayoría de los dirigentes políticos: la sociedad civil. Un concepto que se hizo popular en los años 90
del siglo XX, pero cuyo origen se remonta al siglo XVIII con John Locke, Jacobo
Rousseau y hasta Hegel.
Los dirigentes de los partidos políticos comenzaron,
sin haber leído nada sobre el concepto, a vilipendiarla. Existía un miedo
profundo que sectores tradicionalmente sumisos elevaran su voz, quitando el
monopolio a los partidos. En mi caso, un dirigente del viejo PRD me acusó de
ser de la “sociedad civil perfumada”, tratando de desacreditar a aquellos que exigíamos
un ejercicio más digno de la política.
Surgió Participación Ciudadana, una entidad que inició la observación
electoral y el conteo rápido. De esa
primera experiencia han transcurrido 20 años, y los partidos, y algunas
instituciones del estado no han podido destruirla.
Se inició una nueva visión de las organizaciones
sociales. El antiguo Consejo Nacional de
Hombres de Empresas pasó a llamarse Consejo Nacional de la Empresa
Privada. Sus acciones ya no se centraron
a reclamar reformas económicas y a negociar el aumento salarial con los
sindicalistas. Ahora intervenían en los
asuntos sociales y políticos. Fueron abanderados de la participación ciudadana. Otras organizaciones que hacían labores de asistencia,
incorporaron nuevos elementos a su discurso.
Por ejemplo, la Asociación Dominicana de Rehabilitación inició un
proceso de educación para concientizar sobre los derechos de los
discapacitados, promoviendo acciones para que fuesen aceptados en el plano
social y laboral. En esa vorágine, surgieron otras instituciones como FINJUS,
que ha tenido un papel importante en demanda de la institucionalización de la
cosa pública.
En todo ese proceso tuvo una participación
importante el Proyecto para el Apoyo a las Iniciativas Democráticas
(PID-PUCMM-USAID), una iniciativa única
y posiblemente irrepetible en el continente que apoyaba las organizaciones
de la sociedad civil a fin de fortalecerlas e incentivar su participación
social. Se hicieron campañas
interesantísimas como. Se peinó el país
de norte a sur y de este a oeste. Una
experiencia que duró diez años, y que hoy, 14 años después todavía es recordada
en muchas comunidades y organizaciones. Tuve la suerte de que el destino me
colocó en la dirección de la Unidad Operativa del proyecto. Fueron años en el
que aprendí enormemente sobre la democracia y la cultura política del país
La democracia se convirtió en la nueva utopía.
Comenzamos a abogar para que el sistema democrático se transformara en
participativa, de manera tal que la soberanía no se quedara en el uso del voto
como expresión del poder soberano, sino que el pueblo, sobre el cual residía
ese poder, tuviese también participación en los procesos políticos. Era una forma de abogar para que el voto no
se convirtiera en una patente de corso para que los electos hicieran de las
suyas a la hora de dirigir los destinos de la nación. El concepto caló. Se vivía en una nueva algarabía. Pero el
espacio se agotó. Volveremos al tema en la próxima entrega.
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