ENCUENTROS
Itinerario. Mis inicios por el accidentado
camino de la historia
(…) Decir que el historiador no es un individuo
abstracto, sino concreto, producto de unas circunstancias históricas y
sociales, equivale también a sostener que la historia no está hecha por
individuos, sino por la sociedad entera (…) Del mismo modo que no hay una
verdad, tampoco hay en la historia “leyes” –aduce Carr-. Pero leyes entendidas
a la manera de la ciencia decimonónica, es decir, como un cuerpo de hipótesis
verificadas de una vez por todas después de un proceso inductivo. EH Carr
“El nacimiento de un valor o ideal determinado, en
un momento o en un lugar determinado, queda explicado por las condiciones
históricas del momento y del lugar. El contenido práctico de absolutos
hipotéticos como la igualdad, la libertad, la justicia o el derecho natural varía
de un período para otro, de un continente para el otro… la norma de
comparación o el valor abstractos, divorciados de la sociedad y dirimidos de la
historia, son una entelequia, lo mismo que el individuo abstracto. El
historiador serio es aquel que reconoce el carácter históricamente condicionado
de todos los valores, y no quien reclama para sus propios valores una
objetividad más allá del alcance de la historia.” (…) primero
averiguad los hechos, decían los positivistas; luego deducid de ellos las conclusiones. EH Carr
Partí a Francia hace más de un cuarto de siglo. Era un tiempo
en que la humanidad vivía grandes transformaciones ideológicas: La pesada
cortina de hierro se hacía añicos: el movimiento Solidaridad, con su líder Lech
Walesa a la cabeza, gritaba al mundo la urgente necesidad de libertad en el llamado mundo socialista. Se iniciaba
el período de la nueva esperanza en Francia, con el ascenso al poder de
Francois Miterrand, pero en el que también la extrema derecha ganaba espacio
con Jean Marie Le Pen aterrorizando a los más liberales. Eran los tiempos en
que América Latina todavía vivía las secuelas del pesado fardo de las dictaduras nacidas en los
años 70. Y como ocurre siempre en los pueblos, hubo
gente valiente que levantó sus brazos y sus voces para corear juntos libertad y
democracia. Por eso vienen a mi memoria las valientes abuelas y madres de la
Plaza de Mayo, quienes en caminata silenciosa enarbolaban los nombres de sus
seres queridos desaparecidos por los gorilas.
Fui a París, la ciudad del saber y del arte, cargando varias maletas
llenas de muchas ilusiones. Era muy
joven, 26 años, y quería beber la savia del mundo, allí en el lugar donde
habían nacido las grandes ideas que motorizaron los movimientos más importantes
en la humanidad: el enciclopedismo que alimentó a los revolucionarios de la
Revolución Francesa. Fue allí donde la revolución industrial se sintió con
furor, y la torre Eiffel simboliza el triunfo del acero como elemento de la
productividad capitalista. París fue también la ciudad donde nació la comuna de
París que buscaba frenar el rápido avance del capitalismo. Ansiaba a toda costa observar hasta que me
agotara de tanto ver, los monumentos, símbolos del arte universal, el Louvre y
las obras de Leonardo Da Vinci, o los grandes del impresionismo francés.
Al llegar a la tierra de mis ilusiones, comprendí que era una
extraña, una desconocida, una extranjera, una más en el inmenso mar de los
jóvenes de todo el mundo que habían acudido a beber de la cultura francesa.
Encontré latinos que venían de todo el continente, así como portugueses,
haitianos, africanos, españoles, suecos, magrebinos, japoneses, israelitas…. Y
así, luego de haber disfrutado y satisfecho mi fascinación por la histórica
ciudad, decidí aprehender de su cultura, sin olvidar lo que era, lo que había
sido y de dónde venía.
Esos cinco años de vida parisina abrieron mi mundo y
cambiaron mis perspectivas de ver las cosas. El gran aprendizaje lo obtuve
durante mis encuentros desiguales con el maestro Ruggiero Romano. Su
personalidad arrolladora y su imponente figura, todavía me persiguen. Me obligó
a cuestionar lo que sabía y había aprendido. Me obligó a nacer de nuevo a los 26 años, porque tuve que
desaprender todo lo aprendido para reaprender nuevas cosas y sobre todo nuevas
formas de analizar la realidad. Me
obligó a leer y a cuestionar lo que leía. Entusiasmada por el impulso
intelectual de Romano, y los historiadores de la Escuela de los Anales, quise
llevarme todo el conocimiento posible. Fui a todas las conferencias que pude.
Logré colarme en la multitud para escuchar a los grandes intelectuales de la
época. Visité con avidez los museos de la ciudad y de sus entornos. Fui una y
otra vez porque quería retratar en mi mente todas y cada una de sus muestras.
Leí todo lo que pude, aunque no tuviese dinero para comprar los libros que quería, por eso me hice asidua
de las bibliotecas y librerías, especialmente de la maravilla arquitectónica
del Centro George Pompidu y de la famosa librería FNAC. Tanto me marcó París,
que cuando he tenido la oportunidad de volver a visitarla, repito los trayectos
y vuelvo a los lugares habituales, y me doy cuenta que a pesar de que el mundo
ha cambiado, que aquello que defendíamos hace más de tres décadas, hoy tiene
otros matices, que ya no somos los jóvenes de ayer y que muchas de nuestras
ilusiones fueron derrotadas; sin embargo, París sigue siendo la ciudad
imponente que conserva su misma belleza, como si el tiempo no transcurriera por
sus calles, avenidas y monumentos.
Romano me hizo ir a los archivos y trabajar las fuentes. Trabajé
cada tarde, durante dos años en los archivos del Ministerio de Relaciones
Exteriores. Me hizo leer teoría y hasta literatura. Como había decidido
trabajar la dictadura de Ulises Heureaux, me obligó a buscar otras referencias
teóricas sobre las dictaduras. El libro Dictature et Légitimité [i], y De la Tyranie de Léo Strauss [ii],
marcaron para siempre mi existencia. El primero a través de los trabajos de
diferentes especialistas, me hizo ver cómo nacieron las dictaduras en el
transcurso de la historia, y cómo algunas lograron convertirse en legítimas, y
a veces, legales. La diferenciación de
ambos conceptos fue revelador para comprender las dictaduras latinoamericanas
del siglo XIX, llamadas también positivistas por su defensa del binomio
"orden y progreso". El segundo
libro, aunque era una nueva edición de un libro de los 50, fue una verdadera
revelación porque me hizo comprender la siquis de los tiranos y dictadores, sus
dramas existenciales y sus miedos. Luego
leí las novelas latinoamericanas sobre las dictaduras como Yo el supremo de Roa
Bastos y El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias.
Una época hermosa donde aprendía el oficio de historiar bajo
la guía de Romano. Unos años cuya única preocupación, además del escaso dinero
para vivir en una ciudad tan cara, era aprender, leer y ver todo cuanto podía.
Llegué al país en diciembre de 1985. Creía que tenía a Dios
bajo el brazo. La vida me enseñó que aquí habían otras personas que estudiaban,
que tenían también el gusanillo del conocimiento, que, como yo, buscaban
respuestas y que escribían. Entendí que no estaba sola y que habían otros que
estaban en el mismo camino que yo. Me inserté como pude en el mundo de los
historiadores. No olvido mi primer encuentro con Frank Moya. Estaba recién
llegada y le había enviado mi tesis. Me recibió días después. Luego de una
conversación interesante, me dijo que había analizado la investigación, yo lo observaba
en silencio, luego sonrió y me dijo: "Está muy bien". Me sentí feliz.
El otro día rememoraba con él este encuentro y nos reímos de buena gana. José
Chez Checo y Juan Daniel Balcácer fueron los primeros en abrirme sus brazos y
sus corazones, e hicieron mi camino más llevadero para insertarme en el mundo
de los historiadores dominicanos.
mu-kiensang@pucmm.edu.do
sangbemukien@gmail.com
@MuKienAdriana
Qué linda y clara , esa forma de expresión refleja conocimientos, emociones, sentimientos humanos ; compañerismo, sabiduría y sobre todo un aprendizaje multiplicador para todos los que leimos este tema. Bendiciones
ResponderEliminar