lunes, 11 de febrero de 2013

Historiar


Periódico HOY, 5 de mayo 2012

OFICIO CON DIFUNTOS (1)

Por: Mu-Kien Adriana Sang


 Lo que realmente interesa al historiador es la interpretación del devenir tal y como se manifestó en el pasado, y como proyecto de sentido este interés termina transformándose en el movimiento mismo de la historia.  La historiografía existe porque hay una pasión por el pasado, y ella misma es una recuperación de la muerte....No hay historia sin necrofilia, esa sublime malla que se deshace tras la inclusión materna de lo silenciado, de lo encontrado, que se singulariza en el relato del historiador como un hallazgo.  Solo que ese pasado atraviesa por la lengua que lo narra y se transforma, convirtiéndose en presencia y conocimiento, en poder.  Andrés L. Mateo, El habla de los historiadores.

 Andrés L. Mateo es para mí uno de los escritores más prolíferos e interesantes del país.  Su prosa hermosa, precisa, provocadora y poética  es su principal arma de batalla.  Cada entrega semanal en la prensa nacional, es un canto a la función crítica que debe asumir todo intelectual.  Adoro su forma de escribir.  He leído varias de sus obras, tanto ensayos y como novelas,  y aún cuando no comparta sus opiniones, me encanta la forma de plantear sus ideas.  Mi más reciente lectura fue su pequeña obra publicada por la universidad APEC, titulada "El Habla de los Historiadores", que toma el título de su discurso de ingreso como Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Lengua.  Incluye además el discurso de recepción de Diógenes Céspedes y otros interesantes ensayos. En esta oportunidad solo me referiré a su discurso en la Academia de la Lengua.  El provocador texto es una reflexión interesante que coloca a la historia, a los historiadores y al oficio de historiar en una posición difícil.  Tan provocador es lo que dice, que al final de su lectura, uno se pregunta entonces ¿para qué sirve la historia? ¿Sirve para algo la historia, si todo es discurso?

 Inicia el ensayo contando una anécdota de clases cuando su profesora, Camila Henríquez Ureña, trataba de explicar la diferencia del lenguaje literario y el historiográfico.  Para hacerlo, cuenta Andrés, que utilizó un pasaje de la Divina Comedia de Dante Alighieri, en el que se describía el encierro y la extinción del conde Hugolino y sus hijos en la torre de un viejo palacio.  Este acontecimiento, sigue diciendo Andrés, había sido registrado con especial minuciosidad por los historiadores, como uno de los episodios más memorables del pueblo italiano cuando forjaba afanosamente el estado nacional.  Pero, la historia objetiva se detenía en las puertas mismas del desenlace del desenlace, y solo después que Dante escribiera su historia ficticia del infierno, porque en la desesperación del encierro, mirándoles caer uno a uno, había comido de su carnes para sobrevivir él mismo un poco más de tiempo...  Esta reflexión le ofrece a oportunidad a Andrés de formularse las preguntas esenciales que le permitirían más tarde desarrollar sus argumentos: ¿Cuáles son las diferencias entre la verdad de la historia y la verdad del arte? ¿Qué distingue a estas dos prácticas sociales que tienen a la lengua como materia prima?...  ¿Qué ocurre con el habla de los historiadores, entonces, que eludiendo sus viejas relaciones con el relato, se cree que hace la historia, al mismo tiempo que la narra? ¿Por qué el habla de los historiadores ha ocupado la seguridad memoriosa del documento, la escribanía, deshaciendo, aparentemente, el vínculo que ata la historia al mito?

 Intentando dar respuestas a las múltiples preguntas, Andrés hurga en diversos pensadores.   Señala que Aristóteles definía a la historia como un discurso sobre las acciones humanas.  Cita también a Godzich quien afirmaba que la historia se había desarrollado como disciplina a la sombra de un sistema de significados que concedían un especial valor a las explicaciones teológicas.  A partir de entonces desarrolla sus argumentos y enfrenta directamente el discurso de la historia y de los historiadores.  En sus palabras: Cuando leemos un libro de historia, la palabra se va haciendo cada vez más autónoma, el historiador hace brotar los hechos de su verbo como si fuese un demiurgo que se derivan del imperativo de veracidad que la historia proclama en su morfología.  La literatura, por ejemplo, lleva a un grado extremo esta autonomía de la palabra, porque en la literatura el sujeto narrador está completamente independizado de la figura del autor, y lo que el relato estructura como historia es siempre ficción, mundo inventado.  El historiador se embriaga con uno de los absolutismos modernos de lo real: la noción heroica de la historia como ciencia, y el autor y el narrador son una misma persona.  Además, su discurso se designa con un singular abstracto, aunque la historia es una pluralidad de prácticas concretas.  Es este espejismo lo que define el habla del historiador. .. Porque lo que realmente ocurre cuando contamos algo es que proporcionamos ideas a la realidad, la transformamos mediante conceptos, la asimilamos utilizando palabras, signos y símbolos que nos permiten inventar la historia real. La lengua es siempre modificador de la realidad. En el habla del historiador todo esto fluye desde un singular abstracto, que se ilusiona con creer que lo dicho, como territorialidad del relato, equivale a la historia misma...En este punto el habla de los historiadores está ya más distante de sus orígenes al lado del relato sagrado...

Por razones de espacio, no podré desarrollar en esta entrega mis argumentos como historiadora de oficio y de pasión y como mujer que utiliza el lenguaje para expresar lo que piensa.  Pero confieso, que no me había enterado que al tratar de entender el pasado, a través de lo que nosotros denominamos ciencia histórica, me había convertido en una investigadora forense, especialista en difuntos.  Por suerte para nosotros, los que hacemos del relato del pasado un imperativo categórico de vida, nuestro trabajo de necrofilia es con papeles y nombres, de aquellos que vivieron sus vidas y dejaron sus huellas.  Los huesos de los difuntos de nuestras historias reposan en los cementerio,  guardados en sus sarcófagos.  Pero confieso también que el trabajo de Andrés me obligó a reflexionar y a repensar muchos de nuestros propios paradigmas. Seguimos en la próxima.

 mu-kiensang@hotmail.com   
 

Hoy, 12 de mayo 2012

Oficio con difuntos. 2.

Por: Mu-Kien Adriana Sang

La historiografía (es decir "historia" y escritura) lleva inscrita en su nombre propio la paradoja -y casi siempre el oxímoron- de la relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso. Su trabajo es unirlos, y en las partes en que esa unión no puede ni pensarse, hacer como si los uniera....¿Qué alianza existe entre la escritura y la historia? Ya era fundamental en la concepción judeocristiana de las Escrituras. De aquí se sigue el papel desempeñado por esta arqueología religiosa en la elaboración moderna de la historiografía que ha transformado los términos y el tipo mismo de la relación pasada, para darle una figura de fabricación y ya no de lectura o interpretación.  Desde ese punto de vista, el nuevo examen de la operatividad historiográfica desemboca, por una parte, en un problema político (los procedimientos propios de un "hacer historia" nos remiten a una manera de hacer la historia), y por otra parte, en la cuestión del sujeto (el cuerpo y la palabra enunciadora), cuestión rechazada a la zona de la ficción o al silencio por la ley de una escritura científica. Michel de Certeau, La escritura de la historia.
 En la entrega de la semana pasada, hacía referencia al discurso pronunciado por Andrés L. Mateo cuando ingresó a la Academia Dominicana de la Lengua como miembro de Número.  Sostiene en este interesante ensayo que "palabra a palabra el historiador va construyendo los hechos en el acto mismo que los ha pronunciado. Se hace la historia, pero también se narra, y narrarla es un acto de prestidigitación.... El habla del historiador irrumpe por ese minúsculo desgarrón por donde se nos escapa lo que hacemos y decimos, soldando sus nudos de coherencia, su inserción en lo real.  Ella es así, se le pide que revele y oculte, proyectando desde los acontecimientos todo el armazón del saber, y el poder, que su discurso de la verdad dice poseer."
Me puso a pensar el amigo Andrés.  Al terminar de leer su discurso, corrí hacia mi biblioteca a buscar algunas respuestas.  Localicé los libros de Jacques Le Goff, Ruggiero Romano, Joseph Fontana, Pierrre Vilar y Claudio Sánchez Albornoz, entre otros grandes historiadores.   Recordé uno de mis primeros libros de teoría histórica. "La escritura de la Historia" de Michel de Certeau, fue una de las grandes lecturas  que marcaron mi vida como joven historiadora.  Este hermoso, y profundo trabajo plantea una reflexión interesante sobre los diferentes laberintos y dramas  que tiene que vivir el historiador al intentar describir, a través del lenguaje escrito, los hechos del pasado.  Señala que uno de los laberintos es la ideología que identifica sin proponérselo al que escribe.  ¿Cómo sustraerse de ella? ¿Cómo establecer la objetividad si somos incapaces de sustraernos de lo que pensamos y sentimos? Más aún, me pregunto yo, ¿puede ser alguien completamente objetivo, cuando sabemos que estamos sometidos al imperativo de nuestras creencias y valores?  De Certeau afirma en su obra que la historia vive en un estado intermedio  y "con esta tensión interna, nervio de la explicación histórica, debemos relacionar otro aspecto no menos sorprendente de las investigaciones actuales: la confrontación de un método interpretativo con su otro... la evidencia". El autor asegura que la historia tiene límites que relativizan su discurso. Plantea que la historia trabaja sobre el límite y se sitúa y compara con otros discursos, obligándola a plantear "la discursividad en su relación con un eliminado, a medir los resultados en función de objetos que se le escapa; pero también a establecer continuidades al aislar las series, a precisar métodos al distinguir los distintos objetos que se captan en un mismo hecho, a revisa y a comparar las periodizaciones diferentes que hacen diversos tipos de análisis."  El saber, dice el intelectual es algo dudoso, hecho singular que permite a su vez el progreso de la ciencia como una revisión perpetua de los contenidos, profundizando en unos,  tachando, borrando y olvidando otros.
Hace un tiempo, cuando Encuentros se publicaba en la desaparecida Revista Rumbo,  escribí que la objetividad de la ciencia era bastante subjetiva, y en el caso de las ciencias sociales, ser completamente objetivo era una tarea casi imposible. La historia no escapa a esta realidad.  El discurso, como dice Andrés, está plagado de simbolismos que se relativizan con el sistema de valores y creencias. La verdad histórica se construye sobre las huellas dejadas por otros seres humanos que vivían  los dramas de su tiempo y nos legaron lo que quisieron.  Pero el pasado existió, porque hay evidencias, testimonios, rastros de que durante miles de años millones de  seres humanos han transitado por la tierra a través del tiempo. Lo que hablamos, lo que escribimos, lo que pensamos, lo que sabemos, lo bueno y lo malo que heredamos como sociedad es el producto de los que llegaron primero que nosotros y construyeron este legado, a veces doloroso y otras heroico.  La diferencia del relato histórico es que la invención es limitada y no permitida.  En la literatura todo puede ser producto de la imaginación, pero,  sin lugar a dudas, se alimenta de la realidad.  El realismo mágico de los novelistas latinoamericanos se alimentó de las tragedias y fantasmas de una sociedad inhumana e injusta.  Yo el Supremo, de Roa Bastos; El Reino de este mundo de Alejo Carpentier; o el Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias y La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa, son obras de la literatura latinoamericana que se alimentaron  de las dictaduras de los sangrientos y autoritarios caudillos que parieron nuestros países. 
Si, es cierto, la historia para intentar describir el pasado, para construir su narración,  tiene que recurrir a las evidencias históricas que dejaron otros.  Si, es cierto, la historia tiene que caminar por senderos peligrosos, al intentar descubrir y describir hechos que no han visto ni han vivido los historiadores que la escriben. Sí es cierto, el historiador tiene el riesgo de definir y asumir como verdad elementos parciales, al tener que concluir sobre la base de trozos inconexos de evidencias.  Pero alguien tiene que conocer el pasado. Alguien tiene que asumir la responsabilidad, con todos los peligros que supone, de buscar explicaciones al presente, al hoy, que pronto será ayer y se convertirá en historia.  Pido a los que han definido el estudio del lenguaje, escrito y hablado, como su oficio, que nos presten sus palabras, sus discursos, sus símbolos y signos para mirar hacia atrás.  Gracias a la historia, sabemos de la grandeza de Grecia y de sus grandes pensadores como Sócrates, Aristóteles y Platón. Gracias a la historia se han conocido los genocidios de los asesinos que se impusieron por la fuerza, como Hitler, Mussolini, Franco o Trujillo. Gracias a los que, como detectives del pasado, y cuales forenses de los difuntos, hurgaron en los rastros y evidencias, y rescataron del olvido a los héroes y heroínas que lucharon,  se sacrificaron y construyeron las grandes transformaciones de la historia.  Préstennos sus palabras para seguir escudriñando el pasado. Préstennos sus palabras que solo queremos hacer un viaje al ayer para entender este presente heredado.  Los historiadores, en modo alguno, como ningún otro científico, de las mal llamadas ciencias duras y puras, pretenden tener la verdad absoluta, simplemente tratamos de describir los sucesos ocurridos en un tiempo y un espacio determinado, con la certeza de que nuestras conclusiones son relativas y los instrumentos disponibles también. Además, ¿quién tiene la verdad? ¿Los literatos y lingüistas? No, no lo creo.
mu-kiensang@hotmail.com

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