ENCUENTROS
Vivencias,
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Por:
Mu-Kien Adriana Sang
Ahora bien, el problema es si hacemos historia para ser
conocidos. Si ese hubiera sido el objetivo me hubiese dedicado a ser actor de
cine... Duby puede hacer lo que quiera pero al final Rodolfo Valentino es más
conocido, Gardel también... Es absurdo comenzar una actividad intelectual para
ser estrella, sólo los historiadores lo hacen o algunos epistemólogos, y esto
demuestra que están en crisis... No hay ningún biólogo que quiera ser vedette, entonces algo pasa, significa que hicieron una profesión
equivocada. Esta profesión que exige miles de horas de investigación en
archivos, un trabajo oscuro y paciente en las bibliotecas, es una elección que
se concilia mal con el estrellato… Ruggiero Romano [1]
Así
era Ruggiero Romano: ácido, crítico con el mundo y duro con sus adversarios. No
le importaba quedarse solo por defender una idea. No tenía miramientos con los
seudo-intelectuales que se aprendían unas ideas y la repetían en foros tras
foros sin profundizar ni cuestionarse.
En
el mes de octubre de 1985 entregué al profesor Ruggiero Romano, mi temido y
amado director de tesis, el borrador final del requisito exigido para
examinarme y obtener el doctorado en historia.
Era voluminoso. Escrito a dos
espacios en francés en una máquina Olivetti mecánica. El profesor abrió la puerta de su viejo y
señorial apartamento del Boulevard Raspail en el centro de París. Me pidió que me sentara. Lo hice con timidez
y temor. Examinó el documento en
silencio. Después de unos minutos, que
se hicieron interminables, me dijo que le diera una semana para revisarlo. Me citó para los siete días siguientes. Llegué puntual a la nueva cita. Me dijo que el trabajo estaba muy bien. Que
estaba en condición de ser presentada a un jurado mixto. Debía entonces reproducir el material y entregarlo
a la secretaría de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
Habían
transcurrido casi cinco años desde que lo conocí en esa misma casa y en ese
mismo sillón. No lo conocía. Me habían hablado de él. Había venido varias veces al país. Rubén
Silié fue uno de sus discípulos más amados, llegando incluso a ser grandes
amigos. Durante ese tiempo, con excepción del año que pasé en el Archivo
General de la Nación, iba religiosamente cada lunes en la mañana para escuchar
sus conferencias magistrales. Era como
un pastor con sus discípulos. A esa cita
acudíamos no solo los que iniciaban sus cursos doctorales, sino todos los que
trabajábamos bajo su dirección. Las
discusiones que se producían eran interesantísimas. Preparaba sus clases. Trataba siempre algún tema que estuviera
investigando y nosotros éramos los primeros en escuchar sus conclusiones. Luego
las pulía y publicaba en diversas revistas o libros editados en todo el mundo,
especialmente de América Latina.
La devoción que nos provocaba Romano era inmensa. A veces acudían historiadores que habían terminado sus tesis y eran profesores invitados a la Escuela. En una oportunidad Romano tuvo que salir por un mes para participar en varios encuentros, y buscó al peruano Manuel Burga para que lo sustituyera. Habíamos discípulos de toda Europa, pero muy especialmente de América Latina. Desde México hasta Argentina, pasando por Perú, Chile, Bolivia, Nicaragua, Costa Rica, Brasil y República Dominicana. Después de las sesiones que ocupaban toda la mañana del mágico lunes, sus discípulos nos dirigíamos a un café donde se improvisaba una tertulia en el que todos hablábamos y expresábamos nuestras consideraciones sobre la conferencia de Romano.
El
12 de noviembre de 1985 fue el día señalado.
En esa época no existían los recursos tecnológicos. Debía confiar en mi
verbo (¡en francés!) para convencer a los profesores de la calidad de mi
trabajo. Ensayé tanto que me sabía el
texto de memoria. A las 4:00 PM se
inició la presentación. Expuse. Me
hicieron preguntas. Contesté lo mejor que pude. Después me pidieron que saliera
para deliberar. Me evaluaron bien.
Obtuve una calificación de "Tres bien". Salí orgullosa de mi hazaña. En diciembre de ese año regresé al país.
Me
despedí del Profesor Romano con la esperanza de verlo nuevamente. Prometimos escribirnos. Cuando se publicaron mis dos primeros libros
"Ulises Heureaux. Biografía de un dictador" que mi tesis doctoral; y
luego "Buenaventura Báez. El caudillo del sur" se los envié. Acusaba recibo de los textos y me escribía
hermosas cartas en francés escritas con su puño y letra. Conservo esas cartas como si fueran tesoros.
Lo
volví a ver en el año 1997, 13 años después, cuando regresé a Paris para
acompañar a Rafael. Me invitó a almorzar
con él. Me di cuenta que el miedo que me
producía su presencia no había desaparecido. Sin
embargo, hice un esfuerzo y hablamos mucho.
Una de las cosas que me dijo es que estaba seguro de que la historia era
mi vida, que lo más importante era que tenía disciplina y trabajaba mucho, dos
cualidades que me permitirían abrirme paso en el difícil mundo de la historia. Salí feliz de ese encuentro.
Nos
volvimos a ver en noviembre del año 1998.
Un grupo de instituciones mexicanas (El Colegio de México, El Colegio de
Michoacán, el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora, El Centro de
Estudios Históricos de Condumex, la Universidad Autónoma de México y la
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalaba le organizaron un hermoso,
emotivo y sencillo homenaje al gran historiador. Invitaron a todos sus alumnos. Llegamos más de 100 discípulos del legendario
profesor Romano a ciudad México. Durante
tres días sus discípulos planteamos cómo había influido en nuestras vidas
académicas. Romano cumplía 75 años y
aprovechando esa significativa edad, nos reunimos para agradecerle. Las ponencias se sucedieron una tras
otra. Romano estaba feliz. Se sentía como
pez en el agua. Durante las tertulias informales hacía anécdotas y hablaba y
reía, y hablaba de nuevo. Fue hermoso
volver a encontrar a compañeros de aventura. Ruggiero Romano murió
cuatro años después a los 79 años.
Este año 2015 es
significativo en mi vida. Como he dicho,
cumplí hace casi un mes mis 60 años. Una oportunidad única para detenerme,
pensar, reflexionar y recordar las experiencias importantes que marcaron mi
existencia. Y, sin duda alguna esos
cinco años al lado de Ruggiero Romano fueron esenciales. Hace treinta años que presenté mi tesis
doctoral. Muchas cosas han ocurrido después de aquella tarde de otoño parisino.
Todavía recuerdo, como si hubiese ocurrido ayer, la ropa que tenía: una falda
pantalón color kaki y una blusa blanco de lunares rojos, comprado especialmente
para la ocasión.
Desde ese noviembre del
año 1985, he escrito mucho: libros, artículos de periódicos y de revistas. Y, a
pesar de no haberme detenido nunca, me doy cuenta que mientras más investigo,
mayor es mi conciencia de que el universo del conocimiento es más que infinito.
Y que llegaré al final de mis días sin poder cumplir con larguísima lista de
pendientes. Pero lo más importante es la
lección que me dio Ruggiero Romano: estar siempre inconforme con lo que
hacemos. Indagar, preguntar, investigar
y buscar respuestas. No aceptar como válido las afirmaciones y conclusiones que
han llegado otros. Y sobre todo a
respetar el trabajo intelectual serio y tesonero. En fin, este hombre brillante, terco, crítico
y de muy mal genio me marcó para siempre. Y hoy, aún cuando ya no pueda
decírselo de forma personal, no puedo dejar de agradecerle todo lo que hizo por
una importante generación de historiadores en América Latina.
[1] Diana
Quattrocchi de Woisson, Entrevista a Ruggiero Romano,
Revista TODO ES HISTORIA , N° 251, mayo de 1988.
Revista TODO ES HISTORIA , N° 251, mayo de 1988.
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