domingo, 15 de marzo de 2015

Los retos de tener una cabeza bien puesta


ENCUENTROS

De vuelta con EDGAR MORIN. Con la cabeza bien puesta. Los desafíos.

Dedicado a mi hermana-amiga mexicana Patricia Gascón Muro

 

El camino que recorrí durante los últimos diez años me llevó hasta este libro. Cada vez más convencido de la necesidad de una reforma del pensamiento y, por tanto, de una reforma de la enseñanza, aproveché muchas oportunidades para pensar en este tema.  Por consejo de Jack Lang, Ministro de Educación, había enunciado algunas notas para un Emilio contemporáneo… Sin embargo, mi reflexión se había puesto irremediablemente en marcha y la continué en este trabajo que constituye su culminación.

Quise partir de los problemas que considero más urgentes y más importantes y quise indicar el camino para tratarlos.

Quise partir de las finalidades y mostrar cómo la enseñanza, primaria, secundaria, superior, podía servir a estas finalidades.

Quise mostrar cómo la solución de los problemas, la sujeción a las finalidades debía implicar, necesariamente, la reforma del pensamiento y de las instituciones.

Los que no me leyeron, y me juzgan según las habladurías del microcosmo, me atribuyen la idea bizarra de que yo propondría una poción mágica llamada complejidad como remedio a los males del espíritu. Al contrario, la complejidad para mí es un desafío al que siempre me propuse responder. Este libro está dedicado simultáneamente a la educación y a la enseñanza.  Edgar Morín, Introducción del libro La Cabeza bien puesta.

 

En el año 2002 salió a la luz  la versión en español del libro “La Cabeza bien puesta. Repensar la reforma. Reformar el pensamiento. Bases para una Reforma Educativa la Editorial Nueva Visión de Buenos Aires”. Este es un libro más que apasionante que envuelve de forma definitiva a las personas que estamos vinculados a la educación, y que creemos en la necesidad de transformarla, no solo a nivel de la ampliación de la oferta, o la mejora de la infraestructura, sino en su cosmovisión.  El aporte de Morín en ese sentido es indiscutible y sobre todo, pone sobre el tapete viejas concepciones, viejas prácticas, viejos modelos educativos, que debieron haberse superados hace tiempo. Como bien dice el autor en la dedicatoria:

Este libro está dirigido a todos y cada uno, pero podría ayudar sobre todo a los docentes y a sus alumnos. Me gustaría que, si estos últimos pueden acceder a él y si la enseñanza los aburre, los desanima, los agobia o los desconsuela, puedan usar mis capítulos para hacerse cargo de su propia educación.

 

 

En la introducción Morín aclara sus ideas. Diferencia las palabras “educación” y “enseñanza”, términos, que según dice, se solapan, pero que tienen también notables diferencias.  Para la definición de la primera, toma como punto de partida la visión más generalizada: se refiere a la puesta en práctica de los medios necesarios para asegurar la formación de un ser humano.  Pero, dice, es limitada.  El término de formación tiene una gran connotación de moldear, y sobre tiene el gran defecto de ignorar que el objetivo, la misión más bien, de la educación es propiciar la capacidad autodidáctica, es decir, favorecer la autonomía del pensamiento.

El término de enseñanza es tradicionalmente definido como el arte o la acción de transmitir a un alumno conocimientos de manera tal que los comprenda y los asimile.  Tiene, sigue diciendo, un sentido restrictivo, pues solo se refiere a lo estrictamente cognitivo, por tanto debe ser más abarcadora:

La misión de esta enseñanza es transmitir, no saber puro, sino una cultura que permita comprender nuestra condición y ayudarnos a vivir. Al mismo tiempo, es favorecer una manera de pensar abierta y libre. (P.11)

Partiendo de su concepción de que la realidad es compleja, y por tanto las partes no pueden ser analizadas sin el todo, Morín afirma que existe una inadecuación cada vez más “amplia, profunda y grave” entre los saberes que aprendemos. ¿Por qué? Porque están disociados, parcelados, compartimentado entre disciplinas; saberes que intentan explicar y dar solución a problemas cada vez más pluridisciplinarios, transversales, multidimensionales, globales, más aún, planetarios.  Esta visión parcelada hace que se vuelvan invisibles:

·         Los conjuntos complejos

·         Las interacciones y retroacciones entre partes y todo.

·         Las entidades multidimensionales.

·         Los problemas esenciales. (P. 13)

 

Lo peor, dice Morín, es la súper especialización que nuestra sociedad occidental ha incentivado ha provocado que se disuelva lo esencial, más aún, los problemas esenciales nunca son fragmentarios:

 

El desafío de la globalidad es, por tanto, al mismo tiempo, el desafío de la complejidad. En efecto, existe complejidad cuando no se pueden separar los componentes diferentes que constituyen un todo (como lo económico, lo político, lo sociológico, lo psicológico, lo afectivo, lo mitológico) y cuando existe tejido interdependiente entre las partes y el todo, el todo y las partes.  (P.14)

 

Así, plantea el pensador francés, la inteligencia que solo tiene capacidad para separar y fragmentar, rompe la complejidad del mundo y fracciona los problemas, convirtiendo lo multidimensional en unidimensional y atrofiando las posibilidades de una visión global:

 

“Una inteligencia incapaz de encarar el contexto y el complejo global se vuelve ciega, inconsciente e irresponsable.

De esta manera, los desarrollo disciplinarios de las ciencias no solo aportaron las ventajas de la división del trabajo, también aportaron los inconvenientes de la súper especialización, del enclaustramiento y de la fragmentación del saber. No produjeron solamente conocimiento y elucidación, también produjeron ignorancia y ceguera.  (Pp. 14 y 15)

Esta visión fragmentaria está presente en nuestro sistema de enseñanza. Ensañamos a los niños de la escuela primaria a aislar los objetos de su entorno.  Le enseñamos el conocimiento a través de disciplinas separadas, a desunir los problemas y nunca a vincularlos o integrarlos.  La educación actual en el mundo occidental nos induce a reducir a simplificar lo complejo, a separar lo que está unido, a descomponer, pero sobre todo, a descomponer y jamás a recomponer, “a eliminar todo lo que le aporta desorden o contradicciones a nuestro entendimiento.” (P.15) Esta visión ha provocado, afirma Morín, que los jóvenes hayan perdido la aptitud natural para contextualizar los saberes. Concluye esta parte afirmando que el conocimiento verdaderamente pertinente es aquel capaz de situar las informaciones en su contexto, en su conjunto.  Es más, sigue diciendo, el conocimiento puede progresar, no tanto por su sofisticación o abstracción, sino por su capacidad de contextualizar y totalizar:

Por lo tanto, tenemos que pensar el problema de la enseñanza por una parte, a partir de la consideración de los efectos cada vez más graves de la compartimentación de los saberes y de la incapacidad para articularlos entre sí, y, por otra parte, a partir de la consideración de que la aptitud para contextualizar e integrar es una cualidad fundamental del pensamiento humano que hay que desarrollar antes que atrofiar.  (P. 16)

El espacio se agotó. Tenemos que seguir en la próxima entrega.

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