FRENTE
AL SIGLO XXI:
¿DECIR
ADIOS A LA UTOPIA Y A LA ETICA?
“Un niño pequeño
miró una estrella
Y se echó a llorar.
Y la estrella dijo
¿Por qué estás
llorando?
Y el niño respondió
Que nunca te podré tocar.
Y la estrella respondió
Niño
Si no estuviera en
tu corazón
No podrías verme.
John Magliola.
Quisiera que ustedes aquí
presentes, escucharan estas palabras, hicieran como le aconsejaron al niño de
la fábula de John Magliola, y colocaran una estrella en sus corazones.
Buenos días. Agradezco sobremanera la invitación de
este valioso grupo de Mujeres reunidas en Anmepro. Acepté esta invitación, a
riesgo de no poder cumplir, agobiada por la presión de la cotidianidad. Tuve al
principio cierta resistencia interna. Después agradecí la oportunidad de poder
pensar y sobre todo comunicar mis reflexiones en el marco de este escenario.
Tal vez piensan ustedes que estas palabras estarán
plagadas de tantas cifras y datos históricos.
Quizás algunas de ustedes haya pensado que mis pensamientos serán pura
perorata feminista en favor de las luchas de nosotras las mujeres.
Creo que existen
mejores interlocutoras que yo. Decidí tomar el camino de mi propia
identidad.
Soy mujer.
He sufrido y vivido en carne propia las naturales exclusiones de esta
sociedad occidental y patriarcal. Soy producto de una generación que ha soñado
y que algunos de sus sueños han sido desgarrado, transformándose en terribles
pesadillas. Pero siendo maestra por convicción y vocación, debo, cada vez que
voy a las aulas, hacer un ejercicio de esperanza, a fin de intentar que esos
jóvenes hoy, los adultos responsables del mañana, enfrenten su mundo con una
visión optimista y a su vez transformadora de la vida. Historiadora por ejercicio y pasión, entiendo
que la historia de la humanidad ha sido un largo trayecto marcado de triunfos y
derrotas. Algunos hombres, algunas mujeres, asumen su vida como reto
permanente, convirtiéndose en los responsables de los hechos históricos.
Así pues, asumiendo con plena conciencia, como dice
Helen Keller,
que “la vida es una
sucesión de lecciones que deben vivirse para ser comprendidas”, escribí estas
reflexiones.
Nací casi a la mitad del
siglo. Nos hicieron pensar que el mundo
se dividía en dos mitades transversales, este y oeste; y en dos mitades
longitudinales, norte y sur. Herederos
de una concepción cartesiana del mundo seguimos asumiendo la disyuntiva entre
lo blanco y lo negro. El occidente (Estados
Unidos y Europa), se presentó como la herencia mágica del mundo de los buenos.
El oriente (La gran Unión de Repúblicas soviéticas y la China de Mao), marcado
por la influencia de los movimientos de izquierda, fue vista como su antítesis,
el infierno terrenal. Pero ocupados y preocupados por cerrar y fortalecer la
cortina de hierro, olvidaron que habían dos mitades diferentes. El norte, fue de nuevo el espejo a imitar. El
sur no era más que un centro de
hacinamiento y pobreza, de
exclusión, tedio e ignorancia.
Nacida a mitad del siglo
XX, crecí bajo el influjo de las dos partes enfrentadas, sufrí, temí y viví en
la angustia eterna de que conocer las mitades prohibidas era optar por el
pecado.
No sé si por triunfo o
imposición, lo cierto es que el capital de occidente se impuso. Miré entre
sorprendida y horrorizada cómo se desvanecía a golpes de martillos el imponente
muro de Berlín. Perpleja he quedado al presenciar cómo el otrora gran
poder soviético se ha convertido en una
sucesión de naciones que luchan afanosamente por sus independencias y por la
imposición de fórmulas democráticas.
También aquí a esta América
nuestra, continental e isleña, tropical y templada, diversa, pobre y golpeada
han llegado los cambios. Vivimos negros años de terror y horror. La violencia
se institucionalizó desde el Estado y desde la sociedad. Nacieron por doquier
regímenes dictatoriales. Hoy, forzados
quizás por las circunstancias se ha asumido un discurso doble: la defensa de la
democracia, y la lucha por la pobreza.
¿Qué ha pasado en el mundo?
¿Por qué se han producido esos cambios radicales? ¿Qué posición asumir?
Soy de las que cree que la
historia es el producto de la acción transformadora de la humanidad. Creo en el
sueño transformador. Creo en la utopía. Defensora soy del sueño utópico de
Tomás Moro, inventor en 1551 de este neologismo, que significa “no lugar”,
ninguna parte, el ámbito de lo inexistente, pero, y ahí está la clave del
pensamiento de Moro, que puede llegar a ser real.
La utopía, es decir, la
verdad prematuramente anunciada, la
crítica al presente, la
contra imagen de la realidad heredada, tiene necesariamente una fuerza
subversiva, anticipadora de lo que debe venir.
La humanidad ha transitado,
mejor dicho, hemos caminado, porque
pudimos tomar conciencia de nuestra singularidad. De la Nada llegamos a la edad de piedra, de
ahí pasamos a la era de los metales. Cambió así, con ese descubrimiento el
panorama del mundo. De la esclavitud
pasamos al feudalismo; llegó el mercantilismo, anunciando la derrota medieval y
el triunfo del capital. Nació el
capitalismo que hizo nacer su rival: el socialismo, que llegó, se enfrentó y
fracasó.
No creo en el determinismo
histórico, las etapas históricas no son lineales. Tampoco pienso que hemos llegado al climax
histórico, porque el dios mercado se ha adueñado de todo. Creo simplemente que algunas utopías han sido
desvanecidas. En el siglo XVIII la
Revolución Francesa se pudo materializar gracias a la magia de la trilogía
“libertad, igualdad y fraternidad”. Casi
un siglo después, la Revolución Industrial impuso una simple consigna de dos
palabras: “orden y progreso”. En el
siglo XX la igualdad socialista pretendía ser el demiurgo. No pudo. Demasiadas dificultades fueron encontradas en
el camino.
Hoy día sólo podemos
aferrarnos a dos palabras: democracia y participación. Con el influjo mágico de
estas dos palabras debemos configurar nuestra utopía de hoy.
Así pues, de nuevo les digo
que creo en la utopía, que creo en los sueños.
Ellos constituyen como ha dicho Koestler la mejor razón para vivir.
Soñar es una elección. Tiene su precio y sus costos. Significa salirse de los
caminos trillados e impuestos por la sociedad.
Implica también asumir riesgos, y enfrentar
aquellas voluntades
absolutas que apuestan a detener los cambios, haciendo de los sueños unas
terribles pesadillas.
Llego entonces a la ética.
Auspiciar la utopía es también construir un espacio al ejercicio del bien, al
thymos socrático. Parecería que hablara en otro idioma y a otros seres que no
habitan estos 48,000 kilómetros cuadrados, sobre todo cuando en nuestro país
cotidianamente se pisotea la ética y nos destruyen las ilusiones y los sueños.
Me arropa a veces una infinita pena, al ser testigo de
tantos atropellos ciudadanos. Ustedes
como yo, hemos visto que la negociación de intereses políticos y partidarios ha
sustituído al diálogo sincero para el bien del país. Hemos visto niñas que arropadas por la
miseria, y cegadas por el espejo del consumo, se venden al mejor postor sin el
menor pudor. La violencia se acrecienta, la pobreza no disminuye, la insensatez
prevalece, el afán de lucro y confort ciega a un sector y beneficia a
otro. Y en medio de todo permanece, debe
permanecer la esperanza.
El sentido ético en el ejercicio de la vida cotidiana
y de la política debe ser un referente. Recurro otra vez al thymos socrático,
es decir al sentido virtuoso de la política, debe dejar de ser un simple
concepto para ser aprendido y recitado en las aulas universitarias.
Lo sé,
no tienen que decírmelo. Estoy
consciente de que el poder económico, político o social se ha impuesto. No puedo olvidar que la sagrada Revolución
Francesa sucumbió al poder irreverente e inhumano de Robespierre, cerrando el
ciclo con la nueva monarquía napoleónica. Sé también que miles de seres humanos
entregaron sus vidas por la libertad y la igualdad durante la Revolución
Socialista, sin embargo, el poder de un partido único que hizo
nacer
una nueva clase social, nacida de esa singular estructura política, no sólo
sustituyó a la combatida burguesía, sino que le negó al pueblo la esencia misma
de la libertad.
Se acerca el
siglo XXI. Un año, dos años, no importa cuál posición aceptemos. Lo cierto es que no me gusta lo que hemos
construído en este siglo que termina. No me gusta ver cómo abogan algunos por
el reino de la ciencia, como en los mejores momentos del positivismo comtiano
del siglo XIX. La tecnología no puede
arropar la voluntad humana. Me disgusta
ver cómo la búsqueda insaciable de oro ha destruído nuestro hábitat. Me repugna ver cómo en esta sociedad todo
tiene valor de compra y de venta, llegando al colmo que vulgares mercaderes del
sexo se han convertido en millonarias heroínas. Me aterra ver cómo, al igual
que en las postrimerías medievales, libramos hoy guerras santas. Y en nombre del Ser Supremo que dicen creer
muchos son capaces de exterminar. Me enfurece ver cómo algunos grupos de poder
son capaces de tergiversar valores humanos sólo para ganar un dinero que no
nunca serán capaces de gastar: Y en su mortal propaganda enseñan a los jóvenes
que lo importante es tener y aparentar.
Ser es una condición pasada que no permite ir al mercado de bienes y
servicios.
En las
postrimerías de este siglo XX, a la puerta de un nuevo siglo y un nuevo
milenio, necesitamos definir otros retos.
Hay signos de esperanza. En cada
pueblo del planeta existen miles de héroes y heroínas que construyen la
esperanza desde su cotidianidad, que se han detenido en medio del camino
trillado y han empezado a construir senderos nuevos.
Sólo sé que
llegó el momento de asumir y definir nuestros propios sueños. Partir de la crítica al pasado, aprender de
nuestros fracasos y errores para evitar repetirlos. Conocer los momentos de triunfos para
motivarnos y proseguir. Sigo pensando que la utopía de hoy debe abogar por la
construcción de una sociedad más humana y más justa.
Finalizo
estas palabras recurriendo a hermosos pensamientos que otros han dicho.
Nuestro
gran Pedro Henríquez Ureña escribió una vez que:
“Es el
pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Mira el pasado y crea
la historia; mira el presente y crea las utopías”
Creo
como dijo esa gran dama norteamericana Eleanor Roosevelt, que “el futuro es de
los que creen en la belleza de sus sueños”.
Y
termino preguntándoles: ¿ Tienen ustedes la estrella en su corazón? Si la tienen, por favor crean en los sueños,
si sueñan lucharán por nuevas utopías.
Muchas
Gracias.
[1] Palabras pronunciadas en el almuerzo anual de ANMEPRO el 11 de marzo
de 1999. Hotel Jaragua, Santo Domingo, Republica Dominicana.
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