domingo, 5 de mayo de 2013

Oficio con difuntos 2


ENCUENTROS

 

Oficio con difuntos. 2.

Por: Mu-Kien Adriana Sang

 

La historiografía (es decir "historia" y escritura) lleva inscrita en su nombre propio la paradoja -y casi siempre el oxímoron- de la relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso. Su trabajo es unirlos, y en las partes en que esa unión no puede ni pensarse, hacer como si los uniera....¿Qué alianza existe entre la escritura y la historia? Ya era fundamental en la concepción judeocristiana de las Escrituras. De aquí se sigue el papel desempeñado por esta arqueología religiosa en la elaboración moderna de la historiografía que ha transformado los términos y el tipo mismo de la relación pasada, para darle una figura de fabricación y ya no de lectura o interpretación.  Desde ese punto de vista, el nuevo examen de la operatividad historiográfica desemboca, por una parte, en un problema político (los procedimientos propios de un "hacer historia" nos remiten a una manera de hacer la historia), y por otra parte, en la cuestión del sujeto (el cuerpo y la palabra enunciadora), cuestión rechazada a la zona de la ficción o al silencio por la ley de una escritura científica. Michel de Certeau, La escritura de la historia.

 

En la entrega de la semana pasada, hacía referencia al discurso pronunciado por Andrés L. Mateo cuando ingresó a la Academia Dominicana de la Lengua como miembro de Número.  Sostiene en este interesante ensayo que "palabra a palabra el historiador va construyendo los hechos en el acto mismo que los ha pronunciado. Se hace la historia, pero también se narra, y narrarla es un acto de prestidigitación.... El habla del historiador irrumpe por ese minúsculo desgarrón por donde se nos escapa lo que hacemos y decimos, soldando sus nudos de coherencia, su inserción en lo real.  Ella es así, se le pide que revele y oculte, proyectando desde los acontecimientos todo el armazón del saber, y el poder, que su discurso de la verdad dice poseer."

 

Me puso a pensar el amigo Andrés.  Al terminar de leer su discurso, corrí hacia mi biblioteca a buscar algunas respuestas.  Localicé los libros de Jacques Le Goff, Ruggiero Romano, Joseph Fontana, Pierrre Vilar y Claudio Sánchez Albornoz, entre otros grandes historiadores.   Recordé uno de mis primeros libros de teoría histórica. "La escritura de la Historia" de Michel de Certeau, fue una de las grandes lecturas  que marcaron mi vida como joven historiadora.  Este hermoso, y profundo trabajo plantea una reflexión interesante sobre los diferentes laberintos y dramas  que tiene que vivir el historiador al intentar describir, a través del lenguaje escrito, los hechos del pasado.  Señala que uno de los laberintos es la ideología que identifica sin proponérselo al que escribe.  ¿Cómo sustraerse de ella? ¿Cómo establecer la objetividad si somos incapaces de sustraernos de lo que pensamos y sentimos? Más aún, me pregunto yo, ¿puede ser alguien completamente objetivo, cuando sabemos que estamos sometidos al imperativo de nuestras creencias y valores?  De Certeau afirma en su obra que la historia vive en un estado intermedio  y "con esta tensión interna, nervio de la explicación histórica, debemos relacionar otro aspecto no menos sorprendente de las investigaciones actuales: la confrontación de un método interpretativo con su otro... la evidencia". El autor asegura que la historia tiene límites que relativizan su discurso. Plantea que la historia trabaja sobre el límite y se sitúa y compara con otros discursos, obligándola a plantear "la discursividad en su relación con un eliminado, a medir los resultados en función de objetos que se le escapa; pero también a establecer continuidades al aislar las series, a precisar métodos al distinguir los distintos objetos que se captan en un mismo hecho, a revisa y a comparar las periodizaciones diferentes que hacen diversos tipos de análisis."  El saber, dice el intelectual es algo dudoso, hecho singular que permite a su vez el progreso de la ciencia como una revisión perpetua de los contenidos, profundizando en unos,  tachando, borrando y olvidando otros.

 

Hace un tiempo, cuando Encuentros se publicaba en la desaparecida Revista Rumbo,  escribí que la objetividad de la ciencia era bastante subjetiva, y en el caso de las ciencias sociales, ser completamente objetivo era una tarea casi imposible. La historia no escapa a esta realidad.  El discurso, como dice Andrés, está plagado de simbolismos que se relativizan con el sistema de valores y creencias. La verdad histórica se construye sobre las huellas dejadas por otros seres humanos que vivían  los dramas de su tiempo y nos legaron lo que quisieron.  Pero el pasado existió, porque hay evidencias, testimonios, rastros de que durante miles de años millones de  seres humanos han transitado por la tierra a través del tiempo. Lo que hablamos, lo que escribimos, lo que pensamos, lo que sabemos, lo bueno y lo malo que heredamos como sociedad es el producto de los que llegaron primero que nosotros y construyeron este legado, a veces doloroso y otras heroico.  La diferencia del relato histórico es que la invención es limitada y no permitida.  En la literatura todo puede ser producto de la imaginación, pero,  sin lugar a dudas, se alimenta de la realidad.  El realismo mágico de los novelistas latinoamericanos se alimentó de las tragedias y fantasmas de una sociedad inhumana e injusta.  Yo el Supremo, de Roa Bastos; El Reino de este mundo de Alejo Carpentier; o el Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias y La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa, son obras de la literatura latinoamericana que se alimentaron  de las dictaduras de los sangrientos y autoritarios caudillos que parieron nuestros países. 

 

Si, es cierto, la historia para intentar describir el pasado, para construir su narración,  tiene que recurrir a las evidencias históricas que dejaron otros.  Si, es cierto, la historia tiene que caminar por senderos peligrosos, al intentar descubrir y describir hechos que no han visto ni han vivido los historiadores que la escriben. Sí es cierto, el historiador tiene el riesgo de definir y asumir como verdad elementos parciales, al tener que concluir sobre la base de trozos inconexos de evidencias.  Pero alguien tiene que conocer el pasado. Alguien tiene que asumir la responsabilidad, con todos los peligros que supone, de buscar explicaciones al presente, al hoy, que pronto será ayer y se convertirá en historia.  Pido a los que han definido el estudio del lenguaje, escrito y hablado, como su oficio, que nos presten sus palabras, sus discursos, sus símbolos y signos para mirar hacia atrás.  Gracias a la historia, sabemos de la grandeza de Grecia y de sus grandes pensadores como Sócrates, Aristóteles y Platón. Gracias a la historia se han conocido los genocidios de los asesinos que se impusieron por la fuerza, como Hitler, Mussolini, Franco o Trujillo. Gracias a los que, como detectives del pasado, y cuales forenses de los difuntos, hurgaron en los rastros y evidencias, y rescataron del olvido a los héroes y heroínas que lucharon,  se sacrificaron y construyeron las grandes transformaciones de la historia.  Préstennos sus palabras para seguir escudriñando el pasado. Préstennos sus palabras que solo queremos hacer un viaje al ayer para entender este presente heredado.  Los historiadores, en modo alguno, como ningún otro científico, de las mal llamadas ciencias duras y puras, pretenden tener la verdad absoluta, simplemente tratamos de describir los sucesos ocurridos en un tiempo y un espacio determinado, con la certeza de que nuestras conclusiones son relativas y los instrumentos disponibles también. Además, ¿quién tiene la verdad? ¿Los literatos y lingüistas? No, no lo creo.

mu-kiensang@hotmail.com

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