ENCUENTROS
Oficio con
difuntos. 2.
Por: Mu-Kien Adriana Sang
La historiografía (es decir "historia" y escritura) lleva
inscrita en su nombre propio la paradoja -y casi siempre el oxímoron- de la
relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso. Su trabajo es
unirlos, y en las partes en que esa unión no puede ni pensarse, hacer como si
los uniera....¿Qué alianza existe entre la escritura y la historia? Ya era
fundamental en la concepción judeocristiana de las Escrituras. De aquí se sigue
el papel desempeñado por esta arqueología religiosa en la elaboración moderna
de la historiografía que ha transformado los términos y el tipo mismo de la
relación pasada, para darle una figura de fabricación y ya no de lectura o
interpretación. Desde ese punto de
vista, el nuevo examen de la operatividad historiográfica desemboca, por una
parte, en un problema político (los procedimientos propios de un "hacer
historia" nos remiten a una manera de hacer la historia), y por otra
parte, en la cuestión del sujeto (el cuerpo y la palabra enunciadora), cuestión
rechazada a la zona de la ficción o al silencio por la ley de una escritura
científica. Michel de Certeau, La escritura de la historia.
En la entrega de la semana
pasada, hacía referencia al discurso pronunciado por Andrés L. Mateo cuando
ingresó a la Academia Dominicana de la Lengua como miembro de Número. Sostiene en este interesante ensayo que "palabra a palabra el historiador va
construyendo los hechos en el acto mismo que los ha pronunciado. Se hace la
historia, pero también se narra, y narrarla es un acto de prestidigitación....
El habla del historiador irrumpe por ese minúsculo desgarrón por donde se nos
escapa lo que hacemos y decimos, soldando sus nudos de coherencia, su inserción
en lo real. Ella es así, se le pide que
revele y oculte, proyectando desde los acontecimientos todo el armazón del
saber, y el poder, que su discurso de la verdad dice poseer."
Me puso a pensar el amigo
Andrés. Al terminar de leer su discurso,
corrí hacia mi biblioteca a buscar algunas respuestas. Localicé los libros de Jacques Le Goff, Ruggiero
Romano, Joseph Fontana, Pierrre Vilar y Claudio Sánchez Albornoz, entre otros
grandes historiadores. Recordé uno de
mis primeros libros de teoría histórica. "La escritura de la Historia"
de Michel de Certeau, fue una de las grandes lecturas que marcaron mi vida como joven historiadora. Este hermoso, y profundo trabajo plantea una
reflexión interesante sobre los diferentes laberintos y dramas que tiene que vivir el historiador al intentar
describir, a través del lenguaje escrito, los hechos del pasado. Señala que uno de los laberintos es la
ideología que identifica sin proponérselo al que escribe. ¿Cómo sustraerse de ella? ¿Cómo establecer la
objetividad si somos incapaces de sustraernos de lo que pensamos y sentimos?
Más aún, me pregunto yo, ¿puede ser alguien completamente objetivo, cuando
sabemos que estamos sometidos al imperativo de nuestras creencias y
valores? De Certeau afirma en su obra que
la historia vive en un estado intermedio y "con
esta tensión interna, nervio de la explicación histórica, debemos relacionar
otro aspecto no menos sorprendente de las investigaciones actuales: la
confrontación de un método interpretativo con su otro... la evidencia".
El autor asegura que la historia tiene límites que relativizan su discurso.
Plantea que la historia trabaja sobre el límite y se sitúa y compara con otros
discursos, obligándola a plantear "la
discursividad en su relación con un eliminado, a medir los resultados en
función de objetos que se le escapa; pero también a establecer continuidades al
aislar las series, a precisar métodos al distinguir los distintos objetos que
se captan en un mismo hecho, a revisa y a comparar las periodizaciones
diferentes que hacen diversos tipos de análisis." El saber, dice el intelectual es algo dudoso,
hecho singular que permite a su vez el progreso de la ciencia como una revisión
perpetua de los contenidos, profundizando en unos, tachando, borrando y olvidando otros.
Hace un tiempo, cuando Encuentros
se publicaba en la desaparecida Revista Rumbo,
escribí que la objetividad de la ciencia era bastante subjetiva, y en el
caso de las ciencias sociales, ser completamente objetivo era una tarea casi
imposible. La historia no escapa a esta realidad. El discurso, como dice Andrés, está plagado
de simbolismos que se relativizan con el sistema de valores y creencias. La
verdad histórica se construye sobre las huellas dejadas por otros seres humanos
que vivían los dramas de su tiempo y nos
legaron lo que quisieron. Pero el pasado
existió, porque hay evidencias, testimonios, rastros de que durante miles de
años millones de seres humanos han
transitado por la tierra a través del tiempo. Lo que hablamos, lo que
escribimos, lo que pensamos, lo que sabemos, lo bueno y lo malo que heredamos como
sociedad es el producto de los que llegaron primero que nosotros y construyeron
este legado, a veces doloroso y otras heroico.
La diferencia del relato histórico es que la invención es limitada y no
permitida. En la literatura todo puede
ser producto de la imaginación, pero, sin lugar a dudas, se alimenta de la
realidad. El realismo mágico de los
novelistas latinoamericanos se alimentó de las tragedias y fantasmas de una
sociedad inhumana e injusta. Yo el
Supremo, de Roa Bastos; El Reino de este mundo de Alejo Carpentier; o el Señor
Presidente de Miguel Ángel Asturias y La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa,
son obras de la literatura latinoamericana que se alimentaron de las dictaduras de los sangrientos y
autoritarios caudillos que parieron nuestros países.
Si, es cierto, la historia para
intentar describir el pasado, para construir su narración, tiene que recurrir a las evidencias
históricas que dejaron otros. Si, es
cierto, la historia tiene que caminar por senderos peligrosos, al intentar
descubrir y describir hechos que no han visto ni han vivido los historiadores
que la escriben. Sí es cierto, el historiador tiene el riesgo de definir y
asumir como verdad elementos parciales, al tener que concluir sobre la base de
trozos inconexos de evidencias. Pero
alguien tiene que conocer el pasado. Alguien tiene que asumir la
responsabilidad, con todos los peligros que supone, de buscar explicaciones al
presente, al hoy, que pronto será ayer y se convertirá en historia. Pido a los que han definido el estudio del lenguaje,
escrito y hablado, como su oficio, que nos presten sus palabras, sus discursos,
sus símbolos y signos para mirar hacia atrás.
Gracias a la historia, sabemos de la grandeza de Grecia y de sus grandes
pensadores como Sócrates, Aristóteles y Platón. Gracias a la historia se han
conocido los genocidios de los asesinos que se impusieron por la fuerza, como
Hitler, Mussolini, Franco o Trujillo. Gracias a los que, como detectives del
pasado, y cuales forenses de los difuntos, hurgaron en los rastros y evidencias,
y rescataron del olvido a los héroes y heroínas que lucharon, se sacrificaron y construyeron las grandes
transformaciones de la historia. Préstennos
sus palabras para seguir escudriñando el pasado. Préstennos sus palabras que
solo queremos hacer un viaje al ayer para entender este presente heredado. Los historiadores, en modo alguno, como
ningún otro científico, de las mal llamadas ciencias duras y puras, pretenden
tener la verdad absoluta, simplemente tratamos de describir los sucesos
ocurridos en un tiempo y un espacio determinado, con la certeza de que nuestras
conclusiones son relativas y los instrumentos disponibles también. Además,
¿quién tiene la verdad? ¿Los literatos y lingüistas? No, no lo creo.
mu-kiensang@hotmail.com
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