Carta a ti que decidiste ser maestro.
Por: Mu-Kien
Adriana Sang
Santo Domingo
3 de septiembre de 2010
Queridos profesores:
Bienvenidos sean ustedes a esta,
su universidad. La Pontificia
Universidad Católica Madre y Maestra, no es solo mi lugar de trabajo, es mi
Alma Mater, y el lugar que me ha permitido llenar de vida mis días, al
acompañar, desde diferentes escenarios, a los jóvenes que han acudido a
nuestras aulas a formarse para afrontar luego la vida.
Creo que decidí ser maestra aún
antes de haber nacido. Los recuerdos que
he guardado de mi infancia son los juegos con mis hermanos y amigas en los
cuales ellos eran mis alumnos. “Enseñaba” lo que había aprendido ese día en la
escuela. Adolescente ya, me enrolé en la
jornada de alfabetización que las monjas del colegio habían organizado en uno
de los barrios marginados. Desde
entonces hice conciencia de que había nacido para ser maestra.
Estar encerrada en ese pequeño
espacio delimitado por cuatro paredes y una puerta; repleto de butacas, una pizarra
a mis espaldas, un sencillo escritorio acompañado de su silla, podrían ser
fríos objetos sin magia alguna. Pero esos
espacios adquieren su significado cuando se produce la magia del arte de
educar, cuando se produce el encuentro maravilloso entre profesores y estudiantes. Confieso que cuando me
coloco frente a esos jóvenes, que acuden a mí por accidente, deseo u
obligación, siento que se apodera de mi mente y mi espíritu la magia y la
energía de los jóvenes. Y ya ven, que hoy con un pelo plateado por el tiempo, y
después de treinta años, y sigo, sin arrepentirme ni agotarme, sumergida en la
docencia.
Cuando me iniciaba en el
ejercicio, tenía muchos miedos y
aprensiones. Pensaba que debía dominar
el material de clases a la perfección. Debía saber todas las respuestas a las
posibles preguntas que los más avezados estudiantes me formularan. La angustia era terrible. Me costó años darme cuenta que en el acto educativo, el maestro es un
simple guía. El saber enciclopédico no
es de humanos, porque el conocimiento es siempre cambiante, el saber de ayer es
obsoleto hoy. Comprendí entonces que lo
importante es enseñar a los jóvenes a amar con pasión el saber. Enseñarlos a buscarlo
allí donde se encuentre y sobre todo a tener una actitud crítica frente a lo
que encuentran, lo que aprenden y le enseñan.
Haber comprendido esta gran verdad, me constó
mucho. Supe, a fuerzas de desventuras, que soy y seré siempre un aprendiz
eterno del saber. Estoy convencida de que lo importante es despertar en los
jóvenes la sed de búsqueda de nuevos saberes y nuevas enseñanzas. Ya no me importa, ni me produce rubor alguno, decirle a los estudiantes que
no tengo respuesta ante alguna pregunta; tampoco me avergüenza reconocer un
error si he dicho algo equivocado. Esta
actitud ante la vida y la docencia me ha permitido sentirme mejor maestra, ser
más feliz al quitarme de encima un gran peso; pero sobre todo me ha enseñado a
reconocerme como una persona vulnerable,
imperfecta y esencialmente humana.
Ser maestra, asumirme aprendiz de la vida y de
las cosas, ha ratificado mi confianza en el futuro, a pesar de que la dura realidad
quiera golpear mis ilusiones y esperanzas. Soy de las que defiende que la
juventud es el verdadero motor de los cambios.
Todo lo que estoy planteando
impone un cambio en nuestro desempeño. Ya no debemos vernos como los protagonistas.
Porque el que asume la docencia como parte de su vida, debe aprender a
orientar, a dirigir y sobre todo a acompañar. Es cierto, tiene la
responsabilidad de instruir, a través de los conocimientos y habilidades, pero
sobre todo tiene el deber de educar, con el ejemplo; pues como decía el
psicólogo y educador Maslow, educar no es otra cosa que dar ejemplo. Nuestros
estudiantes incorporan las cosas que le servirán para la vida, más por lo ve
que por lo que escucha.
Debemos mantener una
actitud de tolerancia y aceptación del otro y de sus opiniones, muy
especialmente si son contrarias a las nuestras. Debemos, en ese proceso de
intercambio de ideas y opiniones, demostrar profundo respeto por las ideas y
opiniones de los otros, de esos jóvenes, que llegan al aula no sólo a aprender,
sino también a enseñar lo poco lo mucho que saben. Con esta práctica educativa,
estaremos entonces enseñando para la vida.
Debemos ser también
solidarios. Tratar de ser justos, porque el sentido de la justicia abrirá el
espacio a la exigencia académica. ¡Cuánta razón tenía Don Quijote cuando
recomendaba que a quien has de lesionar con hechos, no maltrates con palabras!.
Debemos intentar demostrar
honestidad en todos los ámbitos, empezando por la vida intelectual. Reconocer el aporte que han
hecho otros, engrandece a quien lo hace. Ocultar o negar el mérito de los
demás, envilece. Tenemos que aprender a ser humildes, aunque se crea tengamos
razones suficientes para la soberbia. En la acción cotidiana de educar, debemos
intentar la persuasión, antes que la imposición. Pero sobre todo, deber estar en la actitud sincera
de reconocer nuestras limitaciones y errores.
Tenemos la necesidad de buscar siempre la verdad,
utilizando el método científico. Para enseñar a vivir plenamente esta vida
llena de dificultades, pero también de oportunidades, tenemos que enseñar a nuestros estudiantes
que se debe reparar más en lo que tenemos que en lo que nos falta.
Finalmente, estoy convencida de que para educar
hay que amar el conocimiento, pero sobre todo, enseñar a los jóvenes a
descubrirlos, para que ellos puedan construir sus verdades, no las nuestras. Finalizo con un pensamiento hermoso que nos
servirá para la reflexión:
“Y aunque el descubrimiento, la creencia de haber dado con la respuesta,
puede alienarnos y hacernos olvidar nuestra condición humana, es la búsqueda la
que nos mantiene unidos, la que nos hace humanos y preserva nuestra humanidad.” Daniel Boorstin
Bienvenidos a esta casa, que desde hoy es la
casa de ustedes.
Mu-Kien
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