viernes, 8 de marzo de 2013

Carta a los que decidieron ser maestros


 


Carta a ti que decidiste ser maestro.


Por: Mu-Kien Adriana Sang


 

                                   Santo Domingo 3 de septiembre de 2010

Queridos profesores:

 

Bienvenidos sean ustedes a esta, su universidad.  La Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, no es solo mi lugar de trabajo, es mi Alma Mater, y el lugar que me ha permitido llenar de vida mis días, al acompañar, desde diferentes escenarios, a los jóvenes que han acudido a nuestras aulas a formarse para afrontar luego la vida.

 

Creo que decidí ser maestra aún antes de haber nacido.  Los recuerdos que he guardado de mi infancia son los juegos con mis hermanos y amigas en los cuales ellos eran mis alumnos. “Enseñaba” lo que había aprendido ese día en la escuela.  Adolescente ya, me enrolé en la jornada de alfabetización que las monjas del colegio habían organizado en uno de los barrios marginados.  Desde entonces hice conciencia de que había nacido para ser maestra.

 

Estar encerrada en ese pequeño espacio delimitado por cuatro paredes y una puerta; repleto de butacas, una pizarra a mis espaldas, un sencillo escritorio acompañado de su silla, podrían ser fríos objetos sin magia alguna.  Pero esos espacios adquieren su significado cuando se produce la magia del arte de educar, cuando se produce el encuentro maravilloso entre  profesores y estudiantes. Confieso que cuando me coloco frente a esos jóvenes, que acuden a mí por accidente, deseo u obligación, siento que se apodera de mi mente y mi espíritu la magia y la energía de los jóvenes. Y ya ven, que hoy con un pelo plateado por el tiempo, y después de treinta años, y sigo, sin arrepentirme ni agotarme, sumergida en la docencia. 

 

Cuando me iniciaba en el ejercicio,  tenía muchos miedos y aprensiones.  Pensaba que debía dominar el material de clases a la perfección. Debía saber todas las respuestas a las posibles preguntas que los más avezados estudiantes me formularan.  La angustia era terrible.  Me costó años darme cuenta que en el acto educativo, el maestro es un simple guía.  El saber enciclopédico no es de humanos, porque el conocimiento es siempre cambiante, el saber de ayer es obsoleto hoy.  Comprendí entonces que lo importante es enseñar a los jóvenes a amar con pasión el saber. Enseñarlos a buscarlo allí donde se encuentre y sobre todo a tener una actitud crítica frente a lo que encuentran, lo que aprenden y le enseñan.

 

Haber comprendido esta gran verdad, me constó mucho. Supe, a fuerzas de desventuras, que soy y seré siempre un aprendiz eterno del saber. Estoy convencida de que lo importante es despertar en los jóvenes la sed de búsqueda de nuevos saberes y nuevas enseñanzas.  Ya no me importa, ni me produce  rubor alguno, decirle a los estudiantes que no tengo respuesta ante alguna pregunta; tampoco me avergüenza reconocer un error si he dicho algo equivocado.  Esta actitud ante la vida y la docencia me ha permitido sentirme mejor maestra, ser más feliz al quitarme de encima un gran peso; pero sobre todo me ha enseñado a reconocerme como una persona vulnerable,  imperfecta y esencialmente humana. 

 

Ser maestra, asumirme aprendiz de la vida y de las cosas, ha ratificado mi confianza en el futuro, a pesar de que la dura realidad quiera golpear mis ilusiones y esperanzas. Soy de las que defiende que la juventud es el verdadero motor de los cambios.

 

Todo lo que estoy planteando impone un cambio en nuestro desempeño. Ya no debemos vernos como los protagonistas. Porque el que asume la docencia como parte de su vida, debe aprender a orientar, a dirigir y sobre todo a acompañar. Es cierto, tiene la responsabilidad de instruir, a través de los conocimientos y habilidades, pero sobre todo tiene el deber de educar, con el ejemplo; pues como decía el psicólogo y educador Maslow, educar no es otra cosa que dar ejemplo. Nuestros estudiantes incorporan las cosas que le servirán para la vida, más por lo ve que por lo que escucha.

 

Debemos mantener una actitud de tolerancia y aceptación del otro y de sus opiniones, muy especialmente si son contrarias a las nuestras. Debemos, en ese proceso de intercambio de ideas y opiniones, demostrar profundo respeto por las ideas y opiniones de los otros, de esos jóvenes, que llegan al aula no sólo a aprender, sino también a enseñar lo poco lo mucho que saben. Con esta práctica educativa, estaremos entonces enseñando para la vida.

 

Debemos ser también solidarios. Tratar de ser justos, porque el sentido de la justicia abrirá el espacio a la exigencia académica. ¡Cuánta razón tenía Don Quijote cuando recomendaba que a quien has de lesionar con hechos, no maltrates con palabras!.

 

Debemos intentar demostrar honestidad en todos los ámbitos, empezando por la vida  intelectual. Reconocer el aporte que han hecho otros, engrandece a quien lo hace. Ocultar o negar el mérito de los demás, envilece. Tenemos que aprender a ser humildes, aunque se crea tengamos razones suficientes para la soberbia. En la acción cotidiana de educar, debemos intentar la persuasión, antes que la imposición.  Pero sobre todo, deber estar en la actitud sincera de reconocer nuestras limitaciones y errores.

 

Tenemos la necesidad de buscar siempre la verdad, utilizando el método científico. Para enseñar a vivir plenamente esta vida llena de dificultades, pero también de oportunidades,  tenemos que enseñar a nuestros estudiantes que se debe reparar más en lo que tenemos que en lo que nos falta.

 

Finalmente, estoy convencida de que para educar hay que amar el conocimiento, pero sobre todo, enseñar a los jóvenes a descubrirlos, para que ellos puedan construir sus verdades, no las nuestras.   Finalizo con un pensamiento hermoso que nos servirá para la reflexión:

 

 

“Y aunque el descubrimiento, la creencia de haber dado con la respuesta, puede alienarnos y hacernos olvidar nuestra condición humana, es la búsqueda la que nos mantiene unidos, la que nos hace humanos y preserva nuestra humanidad.”  Daniel Boorstin

 

Bienvenidos a esta casa, que desde hoy es la casa de ustedes.

 

Mu-Kien

 

 

 

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