ENCUENTROS
“Diario Íntimo. Uno. ¡Cuán frágiles somos los humanos!”
Por: Mu-Kien Adriana Sang
La soledad es el medio más extraordinario
para entrar en intimidad con nosotros mismos. Y, paradójicamente, la soledad es
también el mejor medio para aprender a comunicarse. Tan solo conociéndome, es
decir, conociendo mi interioridad, puedo hablar a la interioridad del
otro. Estamos asaeteados, cercados,
sofocados, estrangulados por todas las palabras que brincan alrededor por el
aire. Cuanto menos hay que decir, más se
multiplican los medios técnicos para decir. Es tragicómico, pero así es. Ríos de palabras para no decir nada. Ríos de
palabras para sentirse cada vez más solos. Susana Tamaro, Querida Matilda
No
creo que haya aprendido bien la lección. Estoy tratando de buscar el centro de
mi vida. No quiero ahora convertirme en
un ser egoísta que solo vive para sí. Tampoco en un hedonista que busca a toda
costa el placer. Me niego a vivir una vida contemplativa, sin retos por
delante. Me conozco y sé muy bien que en el momento en que me sienta con las
fuerzas que he perdido, intentaré acelerar la marcha. Cuando suceda, me detendré para obligarme a
contemplar los placeres pequeños que ofrece la cotidianidad. Si por el contrario, un nuevo episodio me
hace detener en mi carrera por la vida, aprenderé a vivirlo con alegría, temor
también, y aprovecharé esos instantes para planificar el curso de mis nuevas
acciones, pero buscaré espacio para la contemplación y el silencio. MAS, La mujer Maravilla (y 2), febrero del
2004
En
febrero de este año contaba a los amigos y amigas que me acompañan cada semana
en esta columna llamada “Encuentros”, sobre una fuerte y dura experiencia
personal que me ocurrió en enero, casi iniciando el año. Estuve enferma, muy
enferma. Mi cuerpo se cobró con creces
el sacrificio al que le había sometido durante muchos años de intenso trabajo.
Sin explicaciones ni señales, sencillamente colapsó. Esta crisis, decía aquella vez, había sido
tan fuerte que me había obligado a pensar y replantearme muchas cosas. Enferma,
obligada a tomar tiempo de reposo, tuve la oportunidad de reencontrarme
nuevamente. Me descubrí humana y profundamente vulnerable. Quise contar desde lo más profundo de mi
corazón lo que me había sucedido, para que otras mujeres se vieran en mi
espejo. Concluí con el párrafo que encabeza este Encuentro.
Sin
saberlo, sin imaginarme que tan pronto sería fuertemente sacudida por otro
episodio similar al anterior, seguí transitando mis días, llenándolo de otras
actividades. Y sí, una vez más me vi obligada a someterme al capricho del
destino. Mi cuerpo que parece seguir resentido y herido, colapsó de nuevo,
obligándome a internarme por ocho días en un centro de salud, recibiendo
atenciones y a intensos cuidados médicos.
Había
cumplido con algunas cosas que me había propuesto. Eliminé de mi horario
laboral algunas jornadas. Me concentré en mis responsabilidades académicas y
seguí el curso de mi vida. Envuelta con alegría en mi cotidianidad no supe, no
pude captar, no entendí que algunos de mis signos vitales me estaban alertando,
entonces caí en una nueva crisis. Fui
internada en uno de los momentos más importantes de mi carrera universitaria y
de historiadora. Sin planificación de
ninguna especie, de golpe me vi obligada a abandonar todo.
El
encierro me dio la oportunidad de reflexionar y ponderar muchas cosas. Comprendí por ejemplo que en el universo cada
uno de nosotros es especial y tiene una misión y función en la tierra, es
cierto, pero también es cierto que no somos más que una parte ínfima de un
todo. Necesarios somos sin duda alguna,
pero no imprescindible. Por ejemplo, el día en que caí irremediablemente
enferma, tenía múltiples e importantes actividades planificadas, se realizaron
con éxito. Yo no estaba ahí para sugerir nada, ni dar instrucciones, ni
supervisar. Me informaron con detalles
del curso de los acontecimientos, y según supe todo se hizo muy bien. ¡Tremenda
lección! ¡Qué orgullosa me sentí del equipo que comparte conmigo tantas tareas!
La
obligada soledad, inmersa en cuatro paredes blancas, me permitió evaluar mejor
mi situación. Me pregunté ¿Qué es la
enfermedad? ¿Una queja de tu cuerpo?
¿Una señal? ¿Una oportunidad para crecer? ¿Una evidencia de nuestra
vulnerabilidad, de nuestra fragilidad como seres humanos? ¿Una forma abrupta de
tomar conciencia de que no somos más que seres imperfectos? ¿Una exigencia a
gritos de que debemos cuidar y atender mejor nuestro cuerpo? ¿Una demostración
dramática de que la muerte es una posibilidad tan real como estar vivos?
Lo
primero que pensé cuando me vi postrada en la cama, fue que esta era otra
prueba difícil que me había presentado la vida, y por lo tanto, debía aceptar
esa jugada del destino con la mayor tranquilidad y alegría posible, aunque a
veces el dolor físico y el temor a lo desconocido, me provocaran lágrimas y
preocupaciones. No me pregunté, no sé por qué,
en ningún momento ¿Por qué me habrá sucedido esto a mí? Tal vez fue
aceptación pasiva de una realidad. Aceptar significa, en mi opinión, asumir con
la mayor paz posible las pruebas que se presentan.
Acepté el encierro y tomé conciencia de mi nueva
situación. Vulnerable como estaba y me sentía, dejé que los médicos tomaran el
control, y, sencillamente, me dejé llevar. Mientras me medicaban, pensé en algunas
de las lecturas que alguna vez hice de LingYutang, aquel filósofo taoísta que
comparaba la vida con un río, aquella corriente de agua que nace en algún lugar
de la montaña, y forma su propio curso, y sin importar por donde pase, siempre
llegará su final, que siempre es y será el mar. Nuestras vidas son algo
parecidas. Nacemos un día, un mes, un año y a una hora específica, crecemos,
vivimos, trabajamos para dejar una estela de cosas realizadas, para luego,
cuando nuestra misión esté cumplida, llegar al final de esta existencia. ¡Qué
frágiles somos! ¿Verdad? Sobre este tema
seguiré en la próxima semana
Vivir en la alegría significa vivir en
la conciencia extrema, atestiguando, en el mundo oscuro, una pertinencia
diferente del ser. La alegría no es el
lenguaje de palabras sino de miradas; la
alegría no convence, contagia. La
alegría es poderosamente revolucionaria porque revolucionario es el amor sin
distinciones al que sirve de vehículo, Susana Tamaro, Querida Matilda.
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