Encuentro
El Secretario
Por Mu-Kien Adriana Sang
La
madre hipocresía desembarcó en el patio
Vino
con sus hijitos y su proyecto rosa
Vibraba
como arpa, narraba como quena
Gemía
como viento, cantaba como grillo.
La
madre hipocresía cambiaba los pregones
Nos
hacía confiar en las marcas del cielo
Decía
el cautivante discurso del nordeste
Como
la humilde y sabrosa entonación del sur.
Sin
embargo, una noche la madre hipocresía
Llegó
desprevenida y la esperamos todos
Como
sobrevivientes recién desenjaulados
Con
la oscura mochila vacía de tabúes.
Le
miramos sin lástima los ojos de tiniebla
La
piel y los tobillos, los labios y la historia
Y se
fue disolviendo, disolviendo y quedó
Tan
solo un montoncito de roña y cenizas.
Mario Benedetti, Madre Hipocresía
Caminaba
por un centro comercial de la ciudad, buscando comprar algunos de los adornos
navideños que avivan la alegría y renuevan la esperanza al final de cada año,
cuando de repente surgió, casi desde la nada, una figura imponente, muy
conocida. Me saludó con extrema alegría,
casi con cariño. Devolví el saludo, pero no pude hacerlo con la misma
efusividad, pues la sorpresa me sobrecogió tanto, que casi no pude responder.
Andaba solo, vestido con un costoso traje a la medida, y observaba a los demás
visitantes del lugar. Nadie parecía
reconocerlo. Miraba buscando respuesta
social. Nada. Estaba solo. Era un ex
Secretario de la pasada administración. Sin la escolta correspondiente, sin sus
asistentes personales que le cargaban el maletín, la compra y cualquier otro
accesorio. Ya no tenía a su lado al
activo y diligente secretario personal que anotaba cada cosa pendiente, cada
compromiso, cada mentira, cada promesa que no cumpliría. En la multitud del lugar, estaba solo, y no
tenía a quien mandar, a quien saludar, a quien prometer, a quien mentir.
Desde
hace casi tres meses, nuevos-viejos funcionarios asaltaron el Estado. Conocedores algunos sobre las mieles y hieles
del poder, han mantenido bajo perfil. Ya conocen el sube y baja del interés y
desinterés de la sociedad. Otros, nuevos en el oficio, disfrutan su pequeña
cuota como si fuera el máximo galardón que recibirán jamás en sus vidas. He participado en algunas actividades y he
visto cómo se reproduce la conducta del mito del poder.
El Secretario no puede llegar primero, para eso envía a sus asistentes.
Al llegar al lugar, buscan con presteza a los organizadores para informarles
que el Secretario está por llegar. El público, paciente, espera. El celular
funciona. “Señor, todo el mundo está, ya puede usted hacer su entrada
triunfal”. Entonces llega el Secretario
acompañado de un grupo de personas.
Entra, saluda a cada quien que se encuentra a su paso. Algún necesitado
pide una audición o un favor especial para una hermana o una amiga, el
Secretario escucha, de inmediato da una orden a su Asistente, quien anota o
borra, ¡quien sabe! la petición. Llega,
de inmediato es colocado o en la mesa principal o en la zona reservada para los
personajes importantes. Se sienta y hace
un gesto. Un asistente sale disparado. ¡El Secretario quiere un vaso de agua!
Salen a toda prisa y preguntan. ¿Dónde puedo conseguir un vaso de agua? Le
muestran uno. Responden: “Ese vaso no, es muy feo. Necesito uno de cristal.”
Señalan otro, contestan con prontitud: “Ese tampoco, porque es muy pequeño.”
“¡Ninguna es digno de un Secretario!” En algunos casos el Secretario debe decir
unas palabras. Lee sin emoción un largo
discurso preparado por uno de sus Asistentes y colaboradores. Se nota que el lenguaje y los datos no fueron
responsabilidad suya. Su lectura es fría, sin emoción, sin pasión alguna.
Termina su lectura, espera unos minutos más en el acto. Luego hace un gesto
señalando el reloj a los organizadores, para indicarles que se tiene que
ausentar. ¡Un Secretario no puede durar
mucho tiempo en la función. Su agenda es muy apretada! Entonces se excusa, debe
salir pronto, otra reunión le espera. Los asuntos de Estado no aguardan. Su
tiempo es muy valioso para escuchar a los otros, aunque tengan cosas más
importantes que decir. Se despide de los organizadores, saluda calurosamente al
público, entonces sale rápidamente acompañado de su séquito que le sigue como
soldados en marcha.
Cuando
veo todo aquello, se me revuelven las entrañas. ¡Oh Dios, cuán superficiales
somos! ¡Cuánta importancia le hemos dado a la forma! ¿Por qué necesitan tanta
gente a su lado? ¿Es que estar rodeado de gente es en nuestro país un símbolo
de poder?
Recordé
entonces al sabio Confucio. El Li, para Confucio, es el conjunto de ritos del
poder, que son necesarios para gobernar, porque establecen un vínculo y un
lenguaje entre el gobernante y el pueblo. Pero, asegura, si el Gobernante se
queda solo con los ritos, o abusa de ellos, a esta sobredimensión le llama LI,
gobierna para sí, para la forma, no para el pueblo, y, a la larga, afirma,
puede costarle caro al gobernante y sus colaboradores.
Al
pensar en Confucio, hice entonces la relación con Huanchu Daoren, un gobernante
taoísta, que después de muchos años gobernando hizo un notable libro con sus
reflexiones y experiencias sobre el arte de gobernar, “El retorno a los
orígenes”. Aconsejaba el filósofo y ex
gobernante a los jóvenes que aprenden y se ejercitan en ese arte, que era
necesario saber tomar distancia, para ver más objetivamente la realidad. En sus
palabras, aconsejaba a los jóvenes que asumían las riendas del poder: “que
mientras más cerca estuviera del poder, más debía alejarse de él, en el corazón
y la mente.” Cuando el gobernante se absorbe en el laberinto del ejercicio del
poder, se ciega y queda preso de la adulación de los que le rodean. Pensarán
entonces que todo el mundo tiene obligación de brindarle pleitesía. Por eso
aconseja el filósofo chino, que para gobernar es necesario tener la cabeza fría
y el corazón limpio, única garantía de no envilecerse.
¡Qué
Dios nos ampare con esos estrenados que hoy beben la miel del poder como si
fuera una fuente inagotable!.
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