ENCUENTROS
Miserias al aire
Por: Mu-Kien Adriana Sang
La esperanza es un muerto con los labios mordidos.
La esperanza es crispar los puños frente al olvido.
La esperanza es un tema triste que resuena en un río
negro que llevamos dentro...
La esperanza es la última vez
Cuando por delante y por detrás no queda otro
camino...
La esperanza es el fin de la esperanza
Y el comienzo del destino de la esperanza...” Pedro Mir, Concierto de esperanza para la
mano izquierda.
Caminaba distraída, absorta, buscando en mis pensamientos
tareas pendientes que debían ser cumplidas. Ese día el entaponamiento de las
calles era tan grande, que no podía atravesar la avenida, momento propicio para
que estos hijos abandonados de la vida, miserias al aire, se agolparan a los vehículos
en busca de ayuda. Un semáforo en rojo, una pisada de golpe al freno, cuando de
repente un grupo de seres se apostó a mi vehículo solicitando una limosna.
Primero se apareció el joven de un solo brazo, quien para mostrar al mundo su
tragedia y justificar sin palabras su acción, mostraba un torso desnudo, con la
cicatriz que le marcó para siempre la carnicería hospitalaria en que le
arrancaron el otro brazo. Sorprendida
con el panorama, tomé unas cuantas monedas y se la entregué. Me hizo la reverencia.
No bien había cerrado el cristal, cuando escuché unos
golpes en la puerta, observé de nuevo, era un joven sin piernas, que se
arrastraba por el suelo, pidiendo ayuda de forma compulsiva y casi exigiendo
una limosna. Lo miré, decidí también entregarle una moneda.
El vehículo seguía detenido. No había forma de caminar.
El retrovisor me advirtió de la presencia de otra persona, quien avisa por los
otros, se acercó a mí. Era una joven mujer, cuyas piernas se negaron a crecer y
desarrollarse. Caminaba ayudada por dos muletas. Llena de grasa por todas
partes, sorprendentemente gorda para su
condición social, se acercó a mí exigiendo una moneda. Le dije, como en verdad
había ocurrido, que no tenía más. Se molestó, tanto que con una de sus muletas
golpeó ligeramente el vehículo. Tuve la suerte que un miembro de la policía del
transporte urbano se hizo cargo de la situación y pudimos avanzar. Dejé atrás
el mar de mendigos, exhibiendo cada uno sus miserias, como un producto con
valor de venta en el mercado de servicios.
Seguí mi trayecto con tristeza. Pensé que había dejado
atrás ese drama humano, cuando de repente vi la transeúnte ausente apostada en
su esquina. Ella sigue ahí parada, con su mano extendida clamando ayuda. Viste
la misma vieja falda raída, ahora rota y más sucia que hace meses. La camiseta apenas cubre su
torso doblado y mugroso. Lo que queda de
sus senos apenas puede ocultarse. El pelo al aire, batiéndose con la brisa,
sucio, desaliñado, anuncia su presencia.
Pies descalzos, teñidos del sucio recogido por las calles, protegidos
sólo de los callos nacidos de sus largas caminatas sin rumbo por los rincones
de la ciudad. Espera, sin desesperar, el final de una vida sin estrellas ni
esperanzas. Me detuve frente a ella, la miré, le entregué un pequeño billete,
me sonrió sin mediar palabras, movió lentamente la cabeza de arriba hacia
abajo, señal inequívoca de que me reconoce y agradece ese pequeño aliento que
le permitirá subsistir un día más.
Al fin llegué a mi oficina. Esa pequeña fortaleza que me
protege de las amenazas callejeras. Trabajé intensamente todo el día, pero no
podía borrar de mis recuerdos el grupo de seres que habían merodeado e invadido
mi pequeño espacio vital, mostrándome sus miserias para comprarles el servicio
de la piedad.
Desde entonces transito por las calles observando con
atención las esquinas, y el espectáculo es dramáticamente revelador y
espantoso. Cada día aumenta el número de mendigos. Mujeres con niños colgados
por los brazos, niños sin oficio deambulando buscando un poco de pan, viejos
sin esperanza ni ayuda claman por un poco de atención, haitianitos que no
hablan español golpean los cristales en busca de un peso para comer, paralíticos, cojos, mancos, quemados y sanos, se agolpan en las calles
clamando por ayuda. Yo me pregunto, ¿se podrá hacer algo? ¿Debe hacer algo el
Estado? ¿Por qué tanta injusticia? ¿Por qué hay tantos que no tienen nada y tan
poco que lo tenemos todo?
Y cuando veo el panorama desolador de Argentina, en que
las gentes, incluso las de clase media, se agolpan en los zafacones para comer;
la sorpresa de Uruguay, un pueblo tradicionalmente tranquilo tirado a las
calles exigiendo mejor vida; me preocupo por nosotros y el futuro de América
Latina. Y si miro hacia atrás y recuerdo la llegada de los indígenas campesinos
del Ecuador tomando virtualmente la ciudad de Quito, para exigir un cambio de
política económica, me preocupo más todavía.
Algo está pasando en esta sociedad globalizada. Las
cifras macros, económicas y sociales, demuestran por mucho el progreso material
de una parte importante del mundo; pero las cifras micros, testimonian una gran
injusticia social. Que la esperanza llegue a nosotros. Así sea.
Oremos porque sean libres los caminos de las montañas;
Porque los arroyos continúen con su linfa limpia;
Porque el sol no deje de brillar en nuestras
conciencias aun cuando sea de noche.
Quebrada sea la quijada de Caín y multiplicado el beso
de Adán.
Crezca la mies en el suelo, el amor en los aires
y Dios se haga se haga patente en la nube, en la
tierra, en el agua
y en las cosas que no se ven.” Domingo Moreno Jimenes
Plegaria,
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