lunes, 29 de abril de 2013

Miserias al viento


ENCUENTROS

 

Miserias al aire


 

Por: Mu-Kien Adriana Sang

 

La esperanza es un muerto con los labios mordidos.

La esperanza es crispar los puños frente al olvido.

La esperanza es un tema triste que resuena en un río negro que llevamos dentro...

 

La esperanza es la última vez

Cuando por delante y por detrás no queda otro camino...

La esperanza es el fin de la esperanza

Y el comienzo del destino de la esperanza...”  Pedro Mir, Concierto de esperanza para la mano izquierda.

 

 

Caminaba distraída, absorta, buscando en mis pensamientos tareas pendientes que debían ser cumplidas. Ese día el entaponamiento de las calles era tan grande, que no podía atravesar la avenida, momento propicio para que estos hijos abandonados de la vida, miserias al aire, se agolparan a los vehículos en busca de ayuda. Un semáforo en rojo, una pisada de golpe al freno, cuando de repente un grupo de seres se apostó a mi vehículo solicitando una limosna. Primero se apareció el joven de un solo brazo, quien para mostrar al mundo su tragedia y justificar sin palabras su acción, mostraba un torso desnudo, con la cicatriz que le marcó para siempre la carnicería hospitalaria en que le arrancaron el otro brazo.  Sorprendida con el panorama, tomé unas cuantas monedas y se la entregué. Me hizo la reverencia.

 

No bien había cerrado el cristal, cuando escuché unos golpes en la puerta, observé de nuevo, era un joven sin piernas, que se arrastraba por el suelo, pidiendo ayuda de forma compulsiva y casi exigiendo una limosna. Lo miré, decidí también entregarle una moneda.

 

El vehículo seguía detenido. No había forma de caminar. El retrovisor me advirtió de la presencia de otra persona, quien avisa por los otros, se acercó a mí. Era una joven mujer, cuyas piernas se negaron a crecer y desarrollarse. Caminaba ayudada por dos muletas. Llena de grasa por todas partes,  sorprendentemente gorda para su condición social, se acercó a mí exigiendo una moneda. Le dije, como en verdad había ocurrido, que no tenía más. Se molestó, tanto que con una de sus muletas golpeó ligeramente el vehículo. Tuve la suerte que un miembro de la policía del transporte urbano se hizo cargo de la situación y pudimos avanzar. Dejé atrás el mar de mendigos, exhibiendo cada uno sus miserias, como un producto con valor de venta en el mercado de servicios.

 

Seguí mi trayecto con tristeza. Pensé que había dejado atrás ese drama humano, cuando de repente vi la transeúnte ausente apostada en su esquina. Ella sigue ahí parada, con su mano extendida clamando ayuda. Viste la misma vieja falda raída, ahora rota y más sucia  que hace meses. La camiseta apenas cubre su torso doblado y  mugroso. Lo que queda de sus senos apenas puede ocultarse. El pelo al aire, batiéndose con la brisa, sucio, desaliñado, anuncia su presencia.  Pies descalzos, teñidos del sucio recogido por las calles, protegidos sólo de los callos nacidos de sus largas caminatas sin rumbo por los rincones de la ciudad. Espera, sin desesperar, el final de una vida sin estrellas ni esperanzas. Me detuve frente a ella, la miré, le entregué un pequeño billete, me sonrió sin mediar palabras, movió lentamente la cabeza de arriba hacia abajo, señal inequívoca de que me reconoce y agradece ese pequeño aliento que le permitirá subsistir un día más.

 

Al fin llegué a mi oficina. Esa pequeña fortaleza que me protege de las amenazas callejeras. Trabajé intensamente todo el día, pero no podía borrar de mis recuerdos el grupo de seres que habían merodeado e invadido mi pequeño espacio vital, mostrándome sus miserias para comprarles el servicio de la piedad.

 

Desde entonces transito por las calles observando con atención las esquinas, y el espectáculo es dramáticamente revelador y espantoso. Cada día aumenta el número de mendigos. Mujeres con niños colgados por los brazos, niños sin oficio deambulando buscando un poco de pan, viejos sin esperanza ni ayuda claman por un poco de atención, haitianitos que no hablan español golpean los cristales en busca de un peso para comer,  paralíticos, cojos, mancos,  quemados y sanos, se agolpan en las calles clamando por ayuda. Yo me pregunto, ¿se podrá hacer algo? ¿Debe hacer algo el Estado? ¿Por qué tanta injusticia? ¿Por qué hay tantos que no tienen nada y tan poco que lo tenemos todo?

 

Y cuando veo el panorama desolador de Argentina, en que las gentes, incluso las de clase media, se agolpan en los zafacones para comer; la sorpresa de Uruguay, un pueblo tradicionalmente tranquilo tirado a las calles exigiendo mejor vida; me preocupo por nosotros y el futuro de América Latina. Y si miro hacia atrás y recuerdo la llegada de los indígenas campesinos del Ecuador tomando virtualmente la ciudad de Quito, para exigir un cambio de política económica, me preocupo más todavía.

 

Algo está pasando en esta sociedad globalizada. Las cifras macros, económicas y sociales, demuestran por mucho el progreso material de una parte importante del mundo; pero las cifras micros, testimonian una gran injusticia social. Que la esperanza llegue a nosotros. Así sea.

 

Oremos porque sean libres los caminos de las montañas;

Porque los arroyos continúen con su linfa limpia;

Porque el sol no deje de brillar en nuestras conciencias aun cuando sea de noche.

Quebrada sea la quijada de Caín y multiplicado el beso de Adán.

Crezca la mies en el suelo, el amor en los aires

y Dios se haga se haga patente en la nube, en la tierra, en el agua

y en las cosas que no se ven.” Domingo Moreno Jimenes Plegaria,

 


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